Espacio abierto

Qué hacer con la educación en tiempos virtualizados

Roberto Roberto Follari | Universidad Nacional de Cuyo, Argentina
Universidad Nacional de Cuyo, Argentina

El cardo

Universidad Nacional de Entre Ríos, Argentina

ISSN-e: 1851-1562

Periodicidad: Anual

núm. 19, 2023

elcardo98@gmail.com



Es una temática que se viene dibujando desde mucho antes, pero sin dudas la pandemia lo puso en urgencia: cómo puede funcionar la escuela en tiempos en que la ilustración está en crisis, y en los que también las instituciones de socialización tradicionales han sido radicalmente deslegitimadas.

La existencia de este tipo de sociedad posmoderna (Lyotard, 1987), o «sociedad líquida» (Bauman, 2001) tiene ya cuatro décadas: desvanecimiento de los grandes relatos, pérdida de las convicciones que estructuraron el siglo XIX y el XX (el progreso y la revolución), ausencia de confianza en la razón, aumento del peso de las nuevas tecnologías de la comunicación. Y como correlato de todo ello, una nueva forma de subjetividad: estimulación permanente, sobreinformación, falta de tiempo para la reflexividad, velocidad y vértigo, gran dificultad para el ensimismamiento, para el silencio o la lectura.

Esa nueva forma de subjetividad habita un mundo de sobrerrepresentaciones, de abundancia sígnica inusitada, detrás de la cual no hay ninguna realidad sustantiva. Es lo que ha teorizado Baudrillard (1989): el mundo como gran simulacro, como conjunto de significantes que han perdido su referencia. Habitamos lo cotidiano como un programa de ciencia ficción, donde ya se ha hecho evidente que no es factible distinguir la realidad de los relatos que ofrecen los medios y las redes, donde las fake news se hacen indiferenciables de los datos duros (si es que éstos todavía alcanzan circulación).

Todo esto, que comenzaba a advertirse en las dos últimas décadas del siglo pasado, se ha radicalizado ahora, a partir del peso de la Internet y de los Smart-phones. La posibilidad de estar intercomunicado de manera constante con múltiples agentes, lleva a una conciencia necesariamente flotante, difusa y saltarina, que va llevando hacia lo que algunos han denominado pensamiento malabarista (Carr, en Barboza, 2021).

La reflexión crítica, a menudo ha sido reacia a las nuevas tecnologías en singular, e incluso a cualesquiera tecnologías en general. Tras el sombrío diagnóstico heideggeriano contra la manipulación técnica del mundo como urgencia antropocéntrica y «olvido del ser», vendrían las reflexiones marcusianas en contra de la razón instrumental (Marcuse, 1968) desde la asunción de una globalizante razón dialéctica. Luego vivimos el teoricismo althusseriano, para el cual la inmanencia de la teoría garantizaba su estatuto de llegada a lo verdadero: en ese panorama, lo tecnológico aparecía como una caída hacia la ingenuidad del empirismo y la apariencia.

La diferenciación habermasiana entre el ámbito de lo técnico y el de lo práctico (Habermas, 1968) ponía el peso valorativo en esto último: la política y la ética serían los ámbitos dentro de los cuales cabría vehiculizar valores. Lo técnico, en cambio, estaría limitado al estrecho campo de lo instrumental, de modo que no podría esperarse de su espacio más que el apego a finalidades que le serían siempre fijadas desde fuera.

Acorde a esta tematización y a los sentidos comunes sedimentados a partir de la misma, desde el lugar de la crítica hemos tendido a rechazar a las NTICs. En la medida en que las mismas han modificado fuertemente las modalidades de ejercicio de la reflexión y de la conciencia, nos hemos inclinado a pensar que hay una especie de «esencia humana» que estaría siendo violentada en sus posibilidades y en sus logros, por la emergencia de este tipo de intervenciones técnicas.

Cierto es que, enfrente, aparecen posturas como las de Harari o las de algunos escritores que se asumen «post-humanistas», que hacen las habituales apologías de la técnica, con sus consiguientes imaginerías de futuros cuasi-robóticos, en los cuales las ortopedias de diferente tipo nos transformarían en seres irreconocibles desde el presente, especie de «superhéroes» de las fantasías infantiles, llenos de auxiliares de metal que prolongarían nuestros cuerpos (Contreras et al., 2021)

No hay por qué aceptar esas fantasías futuristas, donde la pretendida superación de lo humano se parece sospechosamente a una decadencia o abandono de sus posibilidades específicas. No necesitamos tener chips de computadoras en nuestras cabezas, ni andadores que nos permitan deslizarnos sin un medio de locomoción, o capacidades electrónicas para mover montañas. Ya bastante problemática ha sido la intervención técnica del ser humano sobre la naturaleza, con sus consecuencias ambientales irreversibles, como para que creamos en una apología de la tecnificación ad infinitum, sin control externo ni límite autofijado.

Pero si dejamos de lado esas versiones apologéticas de la técnica, que parecen haber olvidado el mito de Prometeo y los castigos subsiguientes por robar el fuego de la sabiduría a los dioses, sin dudas que hay espacio para re-pensar qué hacer ante el avance de tecnologías que están modificando día a día las prácticas sociales en su conjunto.

De modo que debiéramos revisar las actividades en la escuela ante este mundo de la imagen generalizada, de las play-station y los celulares, de la música preprogramada para audífonos, de la muerte del silencio. Es una pregunta absolutamente crucial, y absolutamente epocal.

Todos sabemos que los sistemas educativos son muy renuentes al cambio, son maquinarias elefantiásicas que cuentan con miles y miles de funcionarios/as (gestores políticos, supervisores, directivos, docentes, administrativos, celadores) y con muchos alumnos/as por cada uno/a de tales actores. Es un sistema institucional monumental, necesariamente pesado, de movimientos parsimoniosos, con dificultad para dejar de lado prácticas y rituales para reemplazarlos por otros.

Pero en este caso está en juego la supervivencia misma de lo escolar. Advirtamos que la escuela proviene de la cultura letrada, de lo que la galaxia Gutembreg conformó. En esto, un escritor heterodoxo como Mc Luhan (1971) nos es útil: si bien hay en él una serie nada menor de inexactitudes (por ej., el slogan de que «el medio es el mensaje»), las mismas en muchos casos han sido fecundas, como en esa ocasión: el medio no es el mensaje, pero el mensaje no es el mismo si va por diferentes medios. Esto es: el medio reconfigura el mensaje, y por ello, es un componente constitutivo del mismo.

Ello nos lleva en dirección a lo principal que pudo aportar el autor canadiense: la noción de que los instrumentos técnicos son continuidades de nuestro propio cuerpo y de nuestras capacidades (Mc Luhan, 1971). Es una afirmación audaz, que en su momento pudimos pensar como descaminada, o al menos como excesiva. Pero con el tiempo se nos ha hecho evidente: el caso de los celulares es paradigmático. Ya no imaginamos la vida sin ellos: se ha vivido sin tenerlos durante siglos, pero ahora desposeernos de sus posibilidades, nos resulta inconcebible. Son, por tanto, parte de nuestra experiencia cotidiana, de nuestros hábitos para atravesar el tiempo: no podemos dejar de apelar a ellos sin que nos sintamos amputados, limitados en nuestras habilidades, sometidos a una carencia intolerable.

¿Cuál fue la primera reacción ante la creciente colonización de la lectura por las nuevas tecnologías, ante la caída de la abstracción frente a la pregnancia de la imagen? Por cierto, de absoluto rechazo. Es lo que todavía constatamos, incluso en las conversaciones informales que podamos sostener los docentes universitarios. Los alumnos actuales tienen problema para concentrar la atención en una exposición relativamente prolongada, leen poco y mal, las nociones más abstractas y lejanas a la empiria les resultan inaccesibles o incomprensibles, cuando no simplemente ajenas a cualquier interés.

Esos son los síntomas, que sin dudas los docentes vivimos como alarmantes: atención dispersa, baja asunción de lecturas, poca comprensión de lo que finalmente se decida leer, rechazo de las cuestiones teóricas. Todo esto se liga al pragmatismo cultural en boga, para el cual todo aquello que no sea tangible o cuantificable carece de valor, y puede constituir una pérdida de energías o de tiempo.

Ante este repetido diagnóstico, la primera reacción ha sido la perplejidad: hasta ayer ciertas estrategias docentes nos daban buen resultado, hoy las mismas técnicas no parecen efectivas. De modo que se ha tendido a insistir en lo que ya se sabía hacer, con esa vaga esperanza de que en alguna circunstancia «han de volver los buenos tiempos», y los comportamientos se encarrilarán por trayectorias que muchos habíamos tomado por naturales.

Pero cuando ciertas condiciones históricas han cambiado, no hay manera de volver atrás. De tal modo, la expectativa de «normalización» de las conductas y retorno al «buen lector» –un tanto idealizado– de otros tiempos, se ha frustrado, y ha habido que imaginar acciones menos inconducentes.

¿Cuál fue, entonces, la reacción que posteriormente se fue orquestando? No cuesta imaginarlo: la de oponerse a la vigencia de estos medios técnicos. Es lo que hoy vemos hacer tenazmente a muchos padres de ideologías progresistas: que sus hijos no puedan ver tv sino en estrechos horarios, que no se les dé un celular sino lo más tardíamente que se pueda, que no se les compre una play, así pueden socializarse directamente con amigos del barrio o de la escuela.

Los resultados de estas estrategias defensivas frente al avance tecnológico no son nulos, pero sin dudas resultan limitados. No solo hoy niños y niñas suelen tener problemas –por distancias físicas, o por razones de seguridad– para jugar en la calle y en el barrio con sus amigos y amigas, sino que aquellos y aquellas a los que se priva de la posibilidad de acceder a los instrumentos tecnológicos, tienden a envidiar secretamente a quienes sí cuentan con permiso para manipularlos. De tal modo, a menudo quienes han estado más privados del acceso, son luego quienes más tienden a fascinarse con las posibilidades que las tecnologías brindan para los juegos, las imágenes, los paisajes, las competiciones.

Hay, por ello, un inevitable efecto paradojal de la separación que se haga en relación con las nuevas tecnologías. Estas no desaparecen, sino que se vuelven cada vez más masivas y accesibles en todos los niveles: los sectores más pobres de la población en muchos casos no tienen computadoras, pero en casi todos cuentan con celulares: es evidente que estos son entendidos como elementos absolutamente imprescindibles, aunque para adquirirlos se requiera endeudarse largamente o hacer algún esfuerzo singular.

De modo que, en la vida escolar, habrá que tomar cuenta de esta condición inescindible entre las subjetividades de los estudiantes, y el acceso a las nuevas tecnologías comunicacionales. La primera reacción desde las escuelas al nuevo auge virtual consistió en pedir que los alumnos dejaran sus celulares a la puerta del aula, de modo de no distraerse en clase. Era una forma de impedir la evanescencia de la atención, y de buscar un ambiente escolar adecuado al pensamiento y la lectura, por fuera de los hábitos distractores que los celulares promueven en el estudiantado.

Esto pareció razonable con el primer tipo de celulares, que limitaban sus funciones a las llamadas telefónicas y al envío de algunos mensajes pagos que, al serlo, no permitían muchos «ida y vuelta». Eran teléfonos no tan lejanos a las funciones de los clásicos de puesto fijo, que servían principalmente para tener conversación con un/a interlocutor/a por vez.

Pero los aparatos se complejizaron y las funciones se hicieron múltiples, además de mucho más económicas que al comienzo. El caso del WhatsApp es paradigmático: permite envío de dibujos, fotos, videos, audios, mensajes escritos; ya sea a una persona, a una lista de ellas, o a varias no agrupadas en una lista. Las posibilidades son casi ilimitadas, y el uso no aumenta significativamente los costos. De tal modo, es un acceso permanente a posibilidades comunicativas múltiples, al que estamos –casi todos en la población– sujetos y habilitados durante toda nuestra vigilia (y, en algunos casos, incluso en el período de sueño).

Ahora es más difícil separar a los alumnos del celular: no solo pueden aducir que necesitan comunicarse con su familia por cualquier emergencia, sino que –efectivamente– se sienten disminuidos sin el aparato, ese que los acompaña, desde cierto momento de la infancia, como una continuidad de sus funciones corporales cotidianas.

De tal modo, ya la educación no puede basarse en esa especie de tecnofobia tan propia del pensamiento académico. Las posiciones de un Sadin (2020) son cada vez más minoritarias: y no se condicen con lo que pueda ofrecerse a la sociedad como una opción universal en el sistema educativo.

Habrá que aprender a convivir con las nuevas tecnologías, a que ellas sean parte de los procesos de enseñanza y aprendizaje: eso en lo que la pandemia tanto ayudó, por la monumental reconfiguración que motivó de las prácticas docentes. Tenemos que reinventar la educación toda: la organización curricular, las rutinas horarias y espaciales de lo escolar, y –sobre todo– los modos de acceso a la información y los procedimientos para usar y archivar técnicamente la misma. Habrá que reinscribir la lectura en el ámbito de pantallas múltiples, habrá que explorar la abstracción sin renegar de las imágenes, habrá que aprender a administrar la pausa y la reflexión sin dejar de lado el mayoritario vértigo en que deriva la sobreestimulación de los sujetos actuales.

Es un enorme programa, cuyo sendero ni siquiera esbozamos: solamente señalamos la dirección en la cual debería funcionar. Y solo hacemos tal esbozo por dos razones: una, que todavía estamos lejos de lograr un consenso respecto de que esta transformación –a nuestro juicio imprescindible– sea realmente conveniente. La otra, porque es un cambio tan inédito y radical, que sería inútil querer dibujar sus contornos a priori y forzadamente. Como Marcuse señalara en el inolvidable 1968 parisino, los estudiantes no eran tan irresponsables como para dar una idea definida del futuro que querían (Marcuse en Cohn Bendit et al, 1968). Y nosotros no podemos menos que ser fieles a la sutil paradoja de esa afirmación.

Referencias bibliográficas

Barboza, R. (2021). Tecnologías digitales en la educación superior; un análisis de los procesos institucionales y las prácticas docentes y estudiantiles en la UNCuyo (tesis de doctorado en Ciencias Sociales), Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, inédito.

Baudrillard, J. (1989). El otro por sí mismo. Anagrama

Bauman, Z. (2001). En busca de la política. Fondo de Cultura Económica

Cohn Bendit, D. et al. (1968). La imaginación al poder (París, mayo 1968). Insurrexit

Contreras, F. et al. (2021). Aproximación crítica a las imaginaciones especulativas del post-humanismo. Utopía y crítica del pensamiento latinoamericano, 94, Universidad de Zulia.

Habermas, J. (1968). Conocimiento e interés. Taurus.

Lyotard, J. (1987). La sociedad posmoderna: informe sobre el saber. Cátedra.

Marcuse, H. (1968). El hombre unidimensional. Joaquín Mortiz.

Mc Luhan, M. (1971). La comprensión de los medios como extensiones del hombre. Diana editorial

Sadin, E. (2020). Las tecnologías digitales tienen poder de decisión en nuestras vidas / Enrevista por Federico Kukso. La Nación

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