El trabajo infantil no es problema. Cambios y continuidades en el trabajo de las infancias en el siglo XIX argentino

Child labor is not a problem. Changes and continuities in the work of children in 19th century Argentina



Recibido: 18/12/2023 Aprobado: 24/06/2024 Publicado: 05/07/2024


DOI: http://doi.org/10.33255/25914669/7222


Ludmila Scheinkman https://orcid.org/0000-0002-0897-8914

Instituto de Investigaciones de Estudios de Género

Facultad de Filosofía y Letras Universidad de Buenos Aires

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

ludmila.scheinkman@bue.edu.ar

Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Argentina


Resumen

Este ensayo de síntesis bibliográfico tiene como objetivo brindar una visión de largo plazo sobre el trabajo infantil y las ideas en torno a él, en el siglo XIX en Argentina, hasta el periodo de unificación estatal. Esto permitirá, por un lado, hacer un balance de las investigaciones y conocimientos disponibles sobre este tema -así como las lagunas y vacancias-, y, por otro lado, ponderar con mayor fuerza las transfor- maciones acaecidas a partir de 1880, que hicieron de la infancia traba- jadora una de las problemáticas que integraron la candente “cuestión social”. Para ello, este balance se apoya en un relevamiento bibliográ- fico de amplio alcance que toma tanto los escasos trabajos que han



tenido por objeto específico reflexionar sobre el trabajo de las y los menores de edad, como aquellas investigaciones que, de modo tan- gencial o secundario, han producido conocimiento sobre las vidas y condiciones laborales infantiles.


Palabras clave: trabajo infantil – esclavitud – racialización - género


Abstract

This bibliographical synthesis essay aims to provide a long-term view of child labor, and the ideas surrounding it, in the nineteenth century in Argentina, until the period of state unification. This will allow, on the one hand, to make a balance of the available research and knowledge on this topic -as well as the lagoons and vacancies-, and on the other hand, to better ponder the transformations that took place after 1880, which made working children one of the “problems” that constituted the pressing “social question”. To this end, this balance is based on a wide-ranging bibliographical survey that takes into account both the few works that have had the specific purpose of reflecting on the work of minors, and those investigations that, in a tangential or secondary way, have produced knowledge on the lives and working conditions of children.


Keywords: child labor – slavery – racialization - gender.



“Desde el momento en que un niño es capaz de “traer un jarro de agua” se debe pagar por su trabajo personal antes que alimentos a terceros por él”.

Don Francisco Fernández Oporto, Fondo de Escribanías del Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba. Escribanía I, Año 1689-167- 2. Citado en Ghirardi (2008, p. 265).


“De acuerdo con el viejo principio individualista se ha sostenido que, puesto que la mujer tiene su marido, que el niño tiene su padre o su tutor, el Estado no debe reemplazarles, y que entonces no se justifica esa intervención del Estado. Pero es necesario tener en cuenta, como se ha contestado victoriosamente, que no sólo hay esa razón de conservación social, sino que la necesidad y la miseria pueden convertir al padre, al tutor y al marido, en verdaderos cómplices de los abusos que soportan directamente las mujeres y los niños, pero sus resultados perniciosos van a pesar también sobre la familia y la sociedad, siendo esta la razón que justifica la intervención del Estado en el asunto”.

Julián V. Pera, Diario de Sesiones, Cámara de Diputados, 10ª sesión ordinaria, septiembre 7 de 1906, p. 794.


Entre la primera y la segunda cita que encabezan estas páginas, median no solo algo más de dos centurias, sino una modificación profunda en las nociones de la infancia, el género, el trabajo infantil, el rol del Estado y la legitimidad de su intervención sobre la vida familiar. En el primer caso, don Francisco Fernández Oporto, vecino de la ciudad de Córdoba, había concurrido ante la justicia ordinaria del cabildo en octubre de 1687 para solicitar la entrega formal de cuatro hijos menores que decía haber concebido con Ana de Sosa, mestiza soltera a quien reconocía como su manceba, y que se hallaban en poder de la abuela materna

-india natural de la ciudad- tras el fallecimiento de su madre. El pleito de Oporto con la abuela de los niños, analizado por Mónica Ghirardi, es ejemplar de los conflictos por la tenencia de menores que solían tener como trasfondo una batalla por la apropiación del trabajo de las y los pequeños, una vez que estaban en edad y condiciones de servir. La justicia muchas veces se hacía eco de estas demandas, fallando en favor de las madres y padres y restituyendo a los niños colocados con sus familias de origen. En el segundo caso, el diputado por la provincia de Santa Fé Julián V. Pera, como representante de la comisión parlamentaria que había discutido la propuesta del socialista Alfredo Palacios para reglamentar el trabajo de las mujeres y los niños, se encontraba justificando ante la cámara la necesidad de que el Estado interviniera y pusiera coto a la explotación a la que eran sometidos mujeres y niños por parte de sus maridos, padres o tutores. De este debate surgiría la primera ley que, en el siglo XX, reguló de forma específica el trabajo de las y los menores de edad en Argentina.

En nuestros días, el trabajo de los niños y niñas es considerado un “intolerable social”, un hecho socialmente reprobado y jurídicamente sancionado. Como señalan Fassin y Bourdelais (2005), la construcción de los “intolerables”, aquellos sucesos


que sacuden la economía moral de las sociedades occidentales, es antropológica e histórica y por lo tanto mutable. A su vez, una característica de los “intolerables” es la asombrosa capacidad de las sociedades para tolerarlos. Así, si el trabajo infantil es objeto de frecuentes conferencias y convenciones que propugnan por su erradicación, continúa siendo una realidad extendida. Además, por detrás de este consenso, sigue siendo una materia problemática definir qué actividades y labores son apropiadas para las infancias y cuáles de ellas pueden considerarse o no trabajo, aprendizaje o ayuda. En el fondo de estas disquisiciones está la idea de que los términos infancia y trabajo son mutuamente incompatibles. Esto a pesar de que, a lo largo de la historia de la humanidad, y a lo ancho del globo, los niños y niñas han trabajado en distintas labores y tareas, colaborando al sustento propio y de sus familias. Como decía Carolyn Tuttle a comienzos de la presente centuria, «el trabajo infantil no es un fenómeno nuevo ni lo era en la Europa del siglo XVIII. Los niños han trabajado durante siglos y siguen trabajando. Los niños han trabajado en los hogares, en granjas, en industrias artesanales, en empresas familiares, en pequeñas y grandes empresas públicas. Los niños siguen trabajando” (1999:6).

En cambio, lo que sí es reciente y novedoso es la idea de que la infancia debe separarse del trabajo. La preocupación por el trabajo de los menores de edad comenzó a cobrar forma en los países occidentales en el siglo XIX. En Argentina, hacia fines de ese mismo siglo, de la mano de la consolidación del Estado Nación y su renovada preocupación por el gobierno de las poblaciones, el trabajo infantil se fue convirtiendo en un problema social digno de intervención pública y surgieron diferentes voces que bregaban por su limitación y regulación (Scheinkman, 2023). Fenómenos como la difusión de la industria, el surgimiento de las fábricas y la incorporación de maquinaria eran novedosos y transformaron algunas de las condiciones y características del trabajo de las y los menores de edad. Sin embargo, es probable que el trabajo rural, doméstico, callejero o en oficios haya experimentado más continuidades que transformaciones. Pero quienes investigamos estos temas tras la unificación estatal conocemos poco sobre los sitios, modos y formas del trabajo de las infancias en la centuria previa, lo cual dificulta la ponderación de los cambios acaecidos hacia fines del siglo XIX, cuando Argentina se insertó como productora de materias primas derivadas del campo en la división internacional del trabajo. De igual modo, estudiar los discursos de dicho periodo permitiría mensurar mejor las transformaciones en las nociones del trabajo infantil hacia fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, y el modo en que entroncaron con procesos de largo aliento como el progresivo avance de la injerencia de los Estados en la patria potestad y el poder de la Iglesia, y la entronización de la infancia, esto es, su aumento de valor social en el marco de las construcciones estatales (Zelizer, 1994).

Atendiendo a estas dos cuestiones -el trabajo infantil y las ideas en torno a


él-, este ensayo de síntesis bibliográfico tiene como objetivo brindar una visión de largo plazo sobre el desempeño laboral de las y los menores de edad en el siglo XIX en Argentina, llegando hasta el periodo de conformación estatal. Esto permitirá, por un lado, hacer un balance de las investigaciones y conocimientos disponibles sobre este tema -así como las lagunas y vacancias-, y, por otro lado, ponderar con mayor fuerza las transformaciones que, a partir de 1880, hicieron de la infancia trabajadora una de las problemáticas que integraron la candente “cuestión social”. Para ello, este balance se apoya en un relevamiento bibliográfico de amplio alcance que toma tanto los escasos trabajos que han tenido por objeto específico reflexionar sobre el trabajo de las y los menores de edad, como aquellas investigaciones que sin tenerlo por objeto, de modo tangencial o secundario, han producido conocimiento sobre las vidas y condiciones laborales infantiles.

Es preciso notar que, en Argentina, la historia de la infancia trabajadora no constituye un campo de estudios en sí mismo, aunque la problemática del trabajo infantil reviste de actualidad en el país, como muestran investigaciones recientes (Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social & OIT, 2006). A pesar de ello, existe un cuerpo nutrido de investigaciones sobre trabajo infantil urbano y rural desde fines del siglo XX y para el siglo XX (ver uno de los pocos balances disponibles en Anapios & Caruso, 2018; también Macri, 2005). Este interés por la infancia trabajadora solo tímidamente ha arraigado en los estudios sobre el periodo previo a la conformación y unificación estatal de la Argentina. Como pretendemos mostrar aquí, la producción historiográfica para el siglo XIX es más escasa y se ha ordenado en torno a otros ejes, preguntas y problemas. Sin embargo, desde una mirada de largo plazo, estas investigaciones aportan claves poderosas para resituar algunas de las preguntas que han ordenado a las investigaciones en torno al trabajo infantil en el siglo XX. ¿Qué cambió en el siglo XX, respecto de las formas del trabajo infantil en el siglo XIX? ¿De qué trabajaban los niños y niñas en el siglo XIX? ¿En qué condiciones lo hacían? ¿Cuándo y por qué ciertas formas del trabajo infantil comenzaron a ser vistas como un problema? ¿Qué comprendemos por “trabajo infantil”, y cuáles son sus límites o coincidencias con las nociones de “ayuda” y “aprendizaje”? ¿Tiene sentido hablar de “trabajo libre” para pensar el trabajo realizado por personas que, por su edad, capacidades y situación económica, social y jurídica, se encuentran en una relación vertical asimétrica, de dependencia y subordinación respecto de las y los adultos (Mintz, 2008)? ¿De qué modo el género, la raza y la situación jurídica impactaron en las formas de contratación de las y los menores de edad? Un mayor conocimiento de estas cuestiones permitirá caracterizar de forma más ajustada, tanto los cambios, como -y esta es la hipótesis provisoria que sostengo aquí- las numerosas continuidades en las vidas de niños y niñas con el advenimiento de la “modernidad”. Estas continuidades se asentaron en el carácter “no libre” del trabajo de las y los niños y jóvenes, cuya


sujeción, vulnerabilidad y precariedad variaba de acuerdo con factores como la pobreza, la condición racial, el género o la situación familiar y jurídica, muchos de los cuales continuaron operando tras el periodo de organización del Estado nación. Para demostrarlo, analizaré, en base a la literatura disponible sobre el tema, las diversas modalidades y formas contractuales y/o jurídicas del trabajo infantil en el periodo: las colocaciones laborales, que dieron lugar a numerosas disputas por la tenencia de niños y niñas; los contratos y prácticas de aprendizaje; y finalmente, el universo del trabajo “no libre” y racializado. En este análisis, el género es una variable fundamental pues implicó trayectorias institucionales y laborales divergentes para varones y mujeres. El marco espacial del trabajo está determinado por la bibliografía disponible sobre el tema, que se ha concentrado sobre las ciudades (y, secundariamente, los mundos rurales) de Córdoba y Buenos Aires.


Los niños como valor de uso: circulación infantil, colocaciones laborales y disputas por su apropiación

Durante el siglo XIX, tanto si nos ceñimos al corto pero turbulento periodo transcurrido entre la Revolución de Mayo de 1810 y la consolidación del Estado nacional, cuya fecha consensual suele situarse en 1880, como si ubicamos su inicio con las reformas borbónicas y la creación del virreinato del Río de la Plata en 1776, el trabajo infantil en el territorio de lo que luego sería la Argentina estaba sumamente extendido y adoptó diversas formas y arreglos consensuales y jurídicos. El peso de los niños y niñas en la estructura poblacional del periodo era notable. Gracias a los numerosos trabajos de demografía histórica e historia de la población, los hogares y familias, que han estudiado los censos, padrones, actas de bautismos y defunciones en el periodo “pre-estadístico”, sabemos que, en las primeras décadas del siglo, casi la mitad de la población tenía menos de 15 años (Celton, 2000, p. 62)1. Según Moreno (1999, p. 125, 2004), esto no se correspondía con el rol que jugaban en la estructura de poder en el conjunto social, siendo la


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1 La población del territorio hispanocriollo tenía características pre-transicionales. A la elevada tasa de mortalidad, tanto adulta como infantil, que comenzó a reducirse en el último tercio del siglo XIX (Mazzeo, 1993), correspondía una elevada tasa de natalidad. Las estimaciones para la primera mitad del siglo XIX muestran una estructura poblacional joven con una edad mediana de 15 años, que aumentó a 18,5 en 1869 (Celton, 2000, p. 62; para Buenos Aires Massé, 2012). Es posible que la presencia infantil haya sido aún mayor que la que consignan los censos, pues según Celton (2000, p. 62) éstos presentan una “omisión diferencial de niños” por su escasa importancia social, su ausencia por razones de trabajo (pastoreo, arreo, etc.) y por la necesidad que tenían los padres de retacear información sobre el número de jóvenes próximos a ser reclutados por los ejércitos. La sobremortalidad masculina pro- vocada por las guerras y la extracción de varones por levas militares, fuga o dispersión, era compensada en algunas regiones como la litoral pampeana por un elevado índice de arribo de migrantes varones quienes a su vez conformaron familias -aunque hubo también migraciones familiares-, provenientes de regiones limítrofes o del extranjero, atraídos por el crecimiento de las economías regionales y el surgimiento de nuevos pueblos y territorios por el avance de la frontera (Dmitruk, 2014; Farberman, 2001; Moreno & Garavaglia, 1993); poco sabemos, en cambio, de la mortalidad materna.


edad una categoría que implicaba una enorme vulnerabilidad y desigualdad social y una dependencia respecto de los adultos.

A la hora de estudiar el trabajo de las y los menores de edad, el primer problema que encontramos -y no solo para el siglo XIX- es el de dilucidar a qué franja etaria consideramos como parte de la población infantil. El segundo, es la dificultad para cuantificar su presencia laboral. Sobre la primera cuestión, la Antigua legislación Castellana consideró como menores a los sujetos que no superasen los 25 años e impúberes a los menores de 14. Pero más allá de las prescripciones legales, tanto en las fuentes parroquiales como en los padrones y censos estatales o en los pleitos judiciales había una gran laxitud a la hora de anotar las edades o referir al grupo etario al que pertenecía un menor (Moreno, 1999, p. 129, ver también su obra de síntesis de 2004, pp. 70–75). Los menores estaban afectados por una incapacidad que disminuía con el tiempo y su status legal variaba según la condición de nacimiento, pero la ilegitimidad -que abarcaba a una amplia gama de hijos “naturales”, es decir nacidos por fuera del matrimonio legítimo- estaba sumamente extendida2. La condición de “alieni iuris” determinaba que esa incapacidad fuera suplida por un padre, un tutor o un curador (Cowen, 2000, pp. 49–50).

Como ha señalado Moreno, los niños se incorporaban a la actividad económica tan pronto como era posible. En el marco de la familia, se esperaba que ayudaran económicamente a sus padres “tan pronto como supieran un oficio o tuvieran la fuerza física de realizar determinadas tareas, acompañando el esfuerzo de sus progenitores” (Moreno, 1999, p. 127). Claudio F. Küffer, Mónica Ghirardi y Sonia E. Colantonio (2014, p. 3), quienes han elaborado uno de los pocos trabajos específicos sobre trabajo infantil para este periodo, tomaron como edad mínima de ingreso al trabajo los 5 años, y para su límite superior recuperaron la legislación, que fijaba la edad para contraer matrimonio en 12 años para la mujer y 14 para el varón. Esta diferencia etaria entre varones y mujeres dificulta la comparación entre ellos, pero también con periodos posteriores, que tomaron a los 14 años como edad legalmente aceptada de ingreso al trabajo, en concordancia con la finalización de la instrucción obligatoria comprendida entre los 6 y los 14 años, de acuerdo a la Ley N°1420 de Educación Común de 1884.

Sobre el segundo punto, es posible que el carácter ubicuo y, como veremos, normalizado del trabajo de los menores hayan llevado a una falta de atención


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2 Durante el período colonial y post colonial, hubo una fuerte presencia de uniones de hecho y de jefaturas de hogares femeninas por la ausencia masculina provocada por las levas, las muertes en las guerras y las migraciones masculinas a la frontera. Hubo además mezclas étnicas de parejas y matrimonios en todo el mapa del Virreinato del Río de la Plata, situación que continuó tras la independencia (Bjerg, 2005; Celton, 2008; Moreno & Dmitruk, 2016). Los grupos familiares solían ser pequeños, muchas veces nu- cleares, particularmente entre las clases urbanas subalternas (Cicerchia, 1994, p. 49), y se apartaban de los ideales matrimoniales normativos monárquicos y eclesiásticos (Ghirardi & López, 2009; Kluger, 2004).


específica sobre el tema, tanto entre los contemporáneos como entre investigadores e investigadoras que exploraron el periodo. También es probable que la diversidad y dificultad para comparar los padrones y censos realizados en las distintas ciudades y provincias, previo al primer censo nacional de 1869, influyan en la falta de estudios sobre el tema. A pesar de estas dificultades, Küffer, Ghirardi y Colantonio han analizado los censos civiles elaborados para la provincia y ciudad de Córdoba. Esto les ha permitido mostrar que, en dicha Ciudad, los porcentajes de niños de ambos sexos para los que consta algún trabajo en los padrones fueron del 28,44% en 1813 y el 17,21% en 1832. Esta disminución era inversamente proporcional a la participación de niños y niñas en instituciones educativas para el mismo periodo (Küffer et al., 2014, p. 18). En ambos padrones percibieron un decrecimiento de estudiantes en la franja etaria superior -la necesidad de mano de obra habría influido en la deserción educativa en edades mayores-, como también una mayor presencia de ellos entre los varones españoles, un indicador de que tanto el mercado de trabajo como la escolarización estaban fuertemente racializados. Esta tendencia al descenso del trabajo infantil habría continuado todo el siglo, pues los censos para Córdoba y Buenos Aires, de 1906 y 1904, respectivamente, arrojan un 9,7% de niños de entre 6 y 15 años de ambos sexos empleados en la industria y el comercio, si bien estos censos presentan sus propias lagunas y omisiones, y es factible que el número real de infancias trabajadoras fuera más elevado (Carbonetti & Rustán, 2000; Suriano, 1990).

De su relevamiento es posible extraer algunas conclusiones. En primer lugar, un rasgo distintivo del universo laboral infantil era su carácter abrumadoramente racializado. Los autores agruparon a las personas anotadas como “pardos”, “negros”, “indios”, “mulatos”, “zambos” y “mestizos” en una única categoría, para contrastarlos con los “españoles” o “nobles”. En casi todos los casos la participación de menores racializados aumentó entre 1813 y 1832, lo cual podría llegar a interpretarse como un indicador de que medidas como la ley de vientre libre de 1813 habrían redundado en un mayor perjuicio para dicha población. En segundo lugar, el ingreso al mundo del trabajo ocurría a muy temprana edad, sobre todo para las niñas, que en ambos censos casi duplicaron a los varones trabajadores para la franja etaria de 5 a 9 años, dándose una mayor incidencia del trabajo de mujeres españolas en relación con los varones de la misma procedencia. Esto se condice con el mayor nivel educativo de los niños pequeños y de los varones en general, y probablemente indicara un mayor valor de los varones, al privilegiar su educación por sobre su temprana colocación. Los niños tenían, en líneas generales, profesiones similares a los adultos, siendo más prevalecientes aquellas vinculadas al rubro textil y el servicio doméstico. Si las niñas estaban concentradas en estos rubros (siendo el servicio doméstico casi excluyentemente racializado, tendencia que se va matizando hacia 1832), para


los varones la gama de ocupaciones era más amplia.

En el caso de Buenos Aires, Carlos Newland (1996), desde una mirada centrada en la educación en el periodo 1820-1860, ha estudiado la relación inversamente proporcional entre el trabajo y el alfabetismo, que aumentó con el correr del siglo XIX, pese a la fluctuación de las iniciativas educativas. En 1855, fecha del primer censo que indagó de forma sistemática en la cuestión, entre la población de la ciudad mayor de 6 años este ascendía al 55,5%. En la población bonaerense no había diferencias educativas importantes entre los sexos en el nivel elemental, lo cual indica que las familias valoraban en términos similares la educación de niñas y niños, aunque la diferencia se ampliaba en favor de los varones para la población extranjera de la ciudad, con excepción de los británicos. En términos raciales, en cambio, las diferencias de escolarización eran notables. Si la población alfabeta total de la ciudad ascendía al 48% (varones 51%, mujeres 44%), los británicos, franceses, españoles y uruguayos superaban el promedio, mientras que bonaerenses (47%), italianos (41%) y provincianos (39%) estaban por debajo. En último lugar se encontraban los africanos, con una tasa de alfabetización de tan solo el 7% (Newland, 1996, pp. 180–182). Esta discriminación racial se ratifica en un cuestionario militar de 1852, donde el alfabetismo era del 83% para los blancos, 63% para los trigueños y 33% para los pardos. Al decir de Newland, “cuanto más claro es el color de la piel, mayor el alfabetismo” (1996, p. 184). La tasa de escolarización, del 42%, se mantuvo relativamente estable pese a los vaivenes políticos. Esta era menor a la de alfabetismo, pues muchos niños asistían sólo unos pocos años a la escuela, sobre todo entre los 7 y los 9 años, para luego ir abandonándola una vez aprendidas las primeras nociones de lectura, escritura y cálculo, mientras que otros aprendían en sus hogares. Lo más común era que permanecieran de seis meses a dos años en la escuela y la asistencia escolar caía abruptamente a partir de los 12 años, siendo la edad promedio de todos los alumnos de 9 años.

El mismo censo de 1855 mostraba que a los 7 años el 13% de los niños trabajaba, proporción que aumentaba al 39% para los de 13 años, siendo de 21% en promedio entre nativos y no nativos de la ciudad (19% varones, 23% mujeres), una participación más elevada que en el caso cordobés (Newland, 1996, p. 198). Pero igual que en este último, las niñas ingresaban antes al mercado laboral: la participación femenina era superior a la masculina hasta los 11 años, para hacerse más similar a los 13 años. Entre los 7 y 11 años los niños se ocupaban como peones, sirvientes, repartidores o realizadores de «mandados”, pero luego ya comenzaban a especializarse como aprendices de oficios. Las niñas trabajaban de lavadoras, planchadoras o sirvientas (Newland, 1996, p. 199). La niñez porteña trabajaba en un 20%, mientras que la no porteña en un 30%. Quienes eran analfabetos o no concurrían a escuelas ingresaban antes al trabajo. Lamentablemente no


disponemos de datos que desagreguen la condición racial3. Sin embargo, no es difícil correlacionar la bajísima tasa de alfabetización de la población africana, afrodescendiente y de color en general, con una mayor presencia laboral de menores de dicha condición racial.

Las investigaciones en clave cuantitativa son escasas lo cual dificulta la comparación con otras regiones. Tampoco hay otras investigaciones específicas sobre el trabajo de niños y niñas, pero podemos aproximarnos al objeto por vía indirecta, pues si la historia del trabajo de las infancias no constituye un área de investigación en sí misma para este periodo, existe en cambio un vigoroso cuerpo de investigaciones sobre niñez y familia desde enfoques socio-culturales, dedicado a analizar las características que adoptó la institución familiar, sus variaciones y su rol como vertebradora del orden social, así como el fenómeno de la circulación y colocación de menores4. Algunas de estas investigaciones alumbran aspectos de las formas y condiciones en las que niñas y niños ejercían sus labores, ganaban su pan y colaboraban en el sustento de sus hogares.

De acuerdo con Moreno que “una de las situaciones que más afectaban a los niños durante el período era la misma conformación de la familia, quiénes eran sus miembros convivientes, si eran sus propios padres o uno de ellos y sus nuevas parejas, si habían sido entregados a otras familias para su crianza o si eran huérfanos o abandonados” (1999, p. 126). Por su enorme incidencia, la ilegitimidad no constituía una cuestión relevante entre los sectores populares, pero si lo era que los niños formaran parte de familias con una alta inestabilidad, producto de la precariedad de muchas uniones de pareja. También la elevada mortalidad -tanto infantil como en general- afectaba la vida de las infancias, pero a los sobrevivientes los afectaba de “modo extraordinario” la mortalidad de sus progenitores. Siguiendo a Moreno, la suma de estos dos factores, la alta frecuencia de uniones sexuales relativamente libres e inestables y la alta mortalidad de los adultos, hacía de los niños un grupo social de muy alta vulnerabilidad y desamparo; “el huérfano, el niño en depósito, el niño abandonado, de esta manera, se erigieron en instituciones típicamente coloniales y poscoloniales” (1999, p. 126). Como compensación, era muy común que muchas familias cobijaran en su seno niños ilegítimos, huérfanos.


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  1. Hasta mediados de siglo los censos registraron a cada grupo sociorracial. Entre 1810 y 1822, los blancos se concentraban en el Litoral mientras que el Interior contenía mayor proporción de habitantes de las castas (pardos, mestizos, mulatos, chinos) y mayor integración de población indígena (Celton, 2000, p. 64). En Buenos Aires, la población de origen africano representaba en 1810 un 27,7% y, en 1822, un 26%. Sin embargo, los viajeros señalaban que sólo un quinto de la población era blanca y que el resto perte- necía a grupos mezclados (Goldberg, 2012, p. 285). Los censos posteriores a 1830 no informan sobre la población negra y mulata de Buenos Aires, y el censo de 1855 solo preguntó país de origen (Andrews, 1990, p. 82).


  2. El trabajo de Cowen (2005), pese a su título y unas breves menciones a la ley de libertad de vientres, se concentra en el fin de siglo, quedando por fuera del rango de este trabajo.


Al igual que los niños que permanecían en sus hogares de origen y aquellos que eran colocados, desde los 5 o 6 años de edad, debían prestar servicios domésticos o de otro carácter, como contraparte de la inclusión en los hogares, constituyendo así mano de obra muy barata. A pesar de ello, según Moreno, “ser adoptados por cualquier familia fue, sin duda, un destino mejor, en términos generales, que la Casa de Niños Expósitos, creada por Vértiz en 1778” (1999, p. 127).

Además, la colocación de menores fue una vía por medio de la cual las familias populares intentaban subsistir, y las causales más frecuentes de juicios sobre “desórdenes familiares” fueron las disputas por su tutela. Entre las familias pobres, la cantidad de hijos era baja y la permanencia de los niños en el hogar era menor que la cantidad de nacimientos (Cicerchia, 1998, p. 62). Como ha mostrado una ya extensa bibliografía, la “circulación» de niños a través del sistema de tutelaje fue una práctica común en las ciudades de los siglos XVIII y XIX, que continuó durante buena parte del siglo XX (Allemandi, 2017; Aversa, 2015; Barragán, 2015; Candia & Tita, 2002; Celton, 2008; Cowen, 2004; de Paz Trueba, 2017; Fernández,

2015; Flores, 2004; Freidenraij, 2020; Ghirardi, 2008; Küffer et al., 2014; Moreno, 2000a; Sidy, 2022; Zapiola, 2019). De esta forma, buena parte de los y las menores, particularmente de los sectores medios y bajos de la sociedad, se criaban fuera del hogar de sus padres biológicos, transcurriendo toda su infancia o parte de ella en casa de personas ajenas al núcleo primario. Se trataba de una práctica popular sumamente difundida y arraigada. Este recurso de la entrega de hijos, generalmente temporario y contractualmente estipulado, fue una estrategia de supervivencia para las familias: “una distribución de población de pobres a ricos con la posibilidad abierta del retorno” (Cicerchia, 1994, p. 60; también Ghirardi, 2008). Por ello, más que de abandono de menores -como fuera percibido por algunos estudios sobre el tema (Cowen, 2004)-, hoy la historiografía coincide en considerarlo “un hábito social de carácter más bien instrumental que muchas veces adquirió la forma de una estrategia familiar e incluyó a mediano plazo el rescate, tanto en instituciones como la casa de niños expósitos como en casa de particulares” (Sidy, 2022, p. 128).

Cicerchia estudió litigios civiles sobre “desórdenes familiares” -querellas por disensos, alimentos, patria potestad y tutelaje de menores- ocurridos en Buenos Aires, entre 1776 y 1850. Estas disputas eran iniciadas en 6 de cada 10 casos por mujeres -independientemente de su status jurídico como esposas, madres legítimas, amancebadas o concubinas, novias y madres naturales- contra varones. En ellas, las personas de color (mulatos, morenos y pardos) estaban representadas en una proporción del 30%, acorde a su incidencia censal, y entre las ocupaciones de las y los litigantes primaban domésticos, peones, jornaleros, soldados y pequeños comerciantes, mientras que entre los demandados se destacaba una robusta clase media compuesta de profesionales, comerciantes y artesanos (Cicerchia, 1998,


p. 68). El análisis de estos juicios es, por lo tanto, una buena vía de entrada a las prácticas, demandas, puntos de vista, arreglos y desarreglos familiares de la plebe porteña.

Esto le ha permitido mostrar que la acción judicial, junto con la necesidad de reprimir el “escándalo público”, operó como una vía de “resarcimiento y de distribución de riqueza hacia los sectores más desaventajados” (1998, p. 68). Esto se ve claramente en las demandas por alimentos. La ilegalidad de la situación familiar parecía no ser un obstáculo para que las mujeres reclamaran y los juzgados reconocieran sus demandas poniendo por delante la responsabilidad paterna de mantener a los niños. “Alguien debía hacerse cargo del desamparo, y esto implicaba fundamentalmente una reparación económica. Si se asumió el riesgo de ventilar públicamente las “miserias familiares”, fue porque la justicia ofrecía una vía apropiada de compensación de los más débiles” (Cicerchia, 1998, p. 71).

En los pleitos por tutela de menores, los motivos más frecuentes alegados por quienes cedían a sus hijos eran la «situación de pobreza» (63%), «para educación» (20%) y el resto abarcaba una diversidad de argumentos que iban desde la enfermedad de algún miembro de la familia, hasta la condición soltera de la madre. El 53% de las colocadas eran mujeres, pues eran fácilmente ubicables como sirvientas, siendo preferidas por otras mujeres. Estos acuerdos no eran gratuitos, sino que “en muchos casos se estipularon cláusulas contractuales por las cuales los padres entregaban a sus hijos pactando, a cambio de la educación ofrecida por los depositarios, su servicio gratuito hasta que alcanzasen la mayoría de edad, se casasen o se incumpliesen las condiciones establecidas en el acto de entrega” (Cicerchia, 1994, pp. 68–69). Cuando la cesión se realizaba por contrato, se establecían con precisión los derechos y obligaciones de las partes, así como los plazos. Esto solía celebrarse en presencia del Defensor de Menores, una institución pre virreinal a la que en 1776 se le asignaron responsabilidades específicas y que, en 1821, con las reformas rivadavianas, “adquiere el perfil definitivo de institución veladora del orden familiar de las clases populares y en especial, de los niños abandonados” (Cicerchia, 1998, p. 74).

La colocación y cesión de menores muchas veces iba acompañada de reclamos de recuperación de hijos cuando la situación de la familia original se estabilizaba. Una estrategia para recuperar a los menores solía ser denunciar ante la justicia el incumplimiento de las obligaciones del depositario, “malos tratos” o apelar a las necesidades de los reclamantes. Más allá de la veracidad de las denuncias, los jueces solían favorecer a las familias de origen. La mayoría de las veces -un 65% de los casos-, eran las madres quienes buscaban recuperar a los menores, seguidas por los padres -25%- y las madrinas. Respecto a la distribución de la custodia, las mujeres recibían el 40% del total de los menores, los hombres el 50%, y el 10%


restante las instituciones, como la Casa de Niños Expósitos -luego Casa Cuna- o la Defensoría de Menores. Además, los hombres se encargaban del 25% de las niñas cedidas, mientras que las mujeres del 20% de los niños (Cicerchia, 1998, p. 80).

Los custodios solían replicar que los padres o madres se aprovechaban, pues ellos habían invertido dinero en alimentar, vestir, educar y sostener al niño o niña cuando era improductivo, pero luego lo reclamaban, como afirmaba doña Francisca Castro, ante la demanda de María del Rosario para recuperar a su hija, cuando estuviese “[la mulatilla] en estado de servir de algo” (Cicerchia, 1998,

p. 69). Solían reclamar por ello una compensación financiera por los costos derivados de la crianza y denunciar la falta de afecto de los padres y sobre todo las madres, sopechosas de tener un deseo oculto de aprovecharse laboralmente de los menores ya crecidos; alegaban por ello la obligación moral de proteger a estos menores «desamparados» (Cicerchia, 1998, p. 83).

En un 80% de los casos los magistrados fallaron a favor de estas demandas: por cada varón, retornaron tres niñas, siendo la evidencia de malos tratos causal automática de recuperación de la mujer. De acuerdo con Cicerchia, la ausencia de marcadas preeminencias sexuales en el abandonado no contradice la superior valoración social de los varones, que se compensaba por la inmediata ubicación de las mujeres como personal doméstico, posibilitando a temprana edad una fuente adicional de recursos. Esto explicaría la dureza de las disputas cuando se trataba de mujeres menores, que en muchos casos llegaban a las instancias de apelación. Por eso también las mujeres solían aceptar la tenencia de niñas, que podían comenzar muy rápido a desempeñar tareas domésticas (Cicerchia, 1998, p. 80). Los receptores varones acogían al 75% de los niños, en entregas que solían incluir la obligatoriedad de la enseñanza de un oficio, para transformarse a futuro en contratos de aprendizaje, trocándose en vínculos entre maestros y aprendices. Como puede apreciarse, nadie ponía en duda el derecho paterno o familiar de servirse de y usufructuar el trabajo de sus hijos, aunque sí existieron numerosos pleitos por la apropiación y el usufructo de dicho trabajo. En marzo de 1854, José María de Iturriza inició una demanda contra el empresario Alejandro Lago en el Tribunal de Comercio de la ciudad de Buenos Aires, pues este adeudaba alrededor de cuatro años de sueldos impagos a sus dos hijos, José María y Antonio, de 22 y 23 años, respectivamente, colocados en calidad de dependientes en las roperías del empresario en la calle Piedad. En su alegato, José María afirmaba que “nadie tiene el derecho de servirse de balde de quien no le pertenece” (cit. en Mitidieri, 2022a,

p. 2). Si bien ya no se trataba de niños sino de jóvenes, lo que dejaba asentado la presentación judicial de Iturriza era el derecho paterno de servirse del trabajo de aquellos que sí le pertenecían: sus hijos. En esta noción del derecho paterno, niños y niñas -también las mujeres- eran concebidos como parte de las propiedades del pater familias. Y las decisiones judiciales se tomaban en base a las leyes que


regulaban los derechos de la patria potestad. Si el derecho de la madre a la custodia era absoluto durante la lactancia, que podía extenderse hasta los tres años de edad del niño, después la custodia pasaba al padre, quien ejercía autoridad sobre sus hijos o descendientes directos como un deber de reverencia, sujeción y castigo. Además, la ley enfatizaba el derecho exclusivo del padre de reclamar legalmente la devolución de su hijo si estuviera bajo el cuidado de otra persona, ya sea por fuerza o por voluntad (Cicerchia, 1994).

De similar modo, pero con un interés específico por el trabajo de los menores, Mónica Ghirardi, en sus estudios sobre la región de Córdoba en los siglos XVII, XVIII y XIX, realizados también en base a expedientes que conservan disputas judiciales, ha podido observar que los niños y niñas, al menos de los sectores populares, colaboraban con la subsistencia del grupo doméstico realizando tareas desde pequeños, tanto en la ciudad, como muy especialmente en la campaña, donde la vida era muy dura y requería del trabajo de todo el grupo familiar. Allí, los niños más pequeños solían desempeñarse como pastores de rebaños de ovejas y cabras. Los trabajos de los varones eran aquellos relacionadas con la ganadería

-campear ganado, guiar carretas- pero también con el cultivo de la tierra; además, era frecuente que fueran colocados como aprendices de oficios variados. Las niñas, por su parte, se dedicaban al hilado, la costura y los tejidos, al cuidado de los niños y niñas más pequeños, acarreaban leña y agua de los ríos, colaboraban en la limpieza y la cocina, recogían verduras y frutas del huerto y atendían a las aves de corral. Además, realizaban aportes como labradoras, pastoras y vendedoras ambulantes (Ghirardi, 2008, p. 272). Como en el caso porteño, los trabajos de los varones eran mejor retribuidos que los de las mujeres, pero ellas eran más fácilmente colocables como personal doméstico, a edades más tempranas. Sus labores domésticas parecían recubiertas de mayor invisibilidad y las actividades de servidumbre que realizaban conllevaron su sujeción a tutela indeterminada ya que, independientemente de su edad, continuaban siendo “criadas” y “muchachas” indefinidamente. Según esta autora, durante el siglo XIX, lejos de mejorar, su situación se agravó padeciendo una “situación de virtual esclavitud en ciertos casos”, una comparación que alude, sin dudas, a aquellas menores cuya condición social no era la de esclavizadas (Ghirardi, 2008, p. 272).

Estos análisis muestran una absoluta extensión del empleo de las infancias pobres y una gran cantidad de pleitos en torno a su apropiación. Parecía claro que, una vez en condiciones de trabajar, niños y niñas debían “pagar” o devolver lo invertido en su sustento, tanto a madres y padres como a las personas o instituciones que les acogieran. Las colocaciones institucionales siguieron esta misma línea, como ha mostrado la bibliografía sobre la historia de las instituciones de beneficencia en su vínculo con las infancias. Tanto los Defensores de menores como la justicia y las instituciones -la Casa Cuna o el Colegio de Huérfanas en Buenos Aires, bajo


la autoridad de las damas de Beneficencia, o la Cárcel Correccional de Mujeres y Asilo de Menores del Buen Pastor en Córdoba-, recurrieron a la colocación laboral de los menores bajo su cuidado. En Buenos Aires, la Hermandad de la Santa Caridad, fundada en 1727 para atender al entierro de pobres y ajusticiados, pronto amplió su campo de acción con la creación de la Casa y Colegio de Huérfanas, inaugurada en el año 1755. Mientras estuvo bajo la autoridad del Capellán Mayor de la Hermandad, quien se opuso a la colocación, salida e incluso el matrimonio de las internas, el ingreso de las internas fue teóricamente de por vida (Fuster, 2012). La Casa de Niños Expósitos, por su parte, recibía una gran cantidad de niños y parece haber sido una opción para mujeres esclavas que pretendían de este modo evitar la esclavitud de sus párvulos. Cada niño era entregado a un ama de cría para su cuidado y alimentación, permaneciendo en el hogar del ama hasta conseguir un hogar sustituto definitivo donde se les debía enseñar un oficio. Las niñas que no eran ubicadas en casas particulares pasaban al Colegio de Niñas Huérfanas. En crónica escasez presupuestaria y con una altísima mortalidad de los internos, hubo propuestas -que no prosperaron- de financiar la institución vendiendo como esclavos a los niños de las castas (Moreno, 2000b, pp. 97–99). Las serias dificultades para su mantenimiento económico llevaron al Virrey a entregar su administración a la Hermandad de la Santa Caridad en 1784.

La actividad de la Hermandad puede considerarse precursora en la asistencia social y, según Fuster (2012; ver Moreno, 2000c), abrió el camino a la posterior intervención estatal en esta materia. Durante la gobernación de Martín Rodríguez y Bernardino Rivadavia en Buenos Aires, en la segunda década del siglo XIX, se dieron los primeros pasos en la implementación de políticas sociales por parte del Estado con la creación en 1823 de la Sociedad de Beneficencia, que tomó a su cargo la administración y control de las instituciones fundadas por la Hermandad de la Santa Caridad, como la Casa de Expósitos, la Casa de Partos Públicos y Ocultos, el Hospital de Mujeres, el Colegio de Huérfanas y “todo establecimiento público, dirigido al bien de los individuos de este sexo” (Cicerchia, 1998, p. 78). La política de las damas fue la colocación de los niños y niños bajo su tutela. Si en teoría los varones debían ser colocados para su formación en oficios, en establecimientos manufactureros o comerciales -aunque muchas veces, la estrategia priorizada para su educación y corrección fue el servicio de armas (Conte, 2010, 2021, 2022)-, para las mujeres se priorizó de forma casi exclusiva la colocación en el servicio doméstico, destino solo ocasional de varones (Allemandi, 2017; Candia & Tita, 2002; Remedi, 2014). En estos empleos las niñas estuvieron expuestas a toda clase de violencias, incluyendo la sexual (Sidy, 2020, 2021), si bien la violencia física fue una parte transversal de las experiencias laborales también para los varones. Las numerosas fugas de niñas y niños de sus lugares de colocación -cuando no de sus propios hogares y de las instituciones- así lo atestiguan (Sidy, 2020), un fenómeno


que continuó en el siglo XX (Aversa, 2020; Freidenraij, 2013).


Contratos y colocaciones para el aprendizaje de oficios

Enfoques tradicionales desde la historia del derecho, así como miradas novedosas desde la nueva historia social del trabajo, han explorado a partir de escrituras y contratos de aprendizaje, diversos aspectos de esta institución, tales como la edad de entrada a los oficios artesanos, la procedencia geográfica de los aprendices o la vinculación de sus tutores con los oficios, si bien es importante mencionar que buena parte de los contratos eran verbales. A diferencia del viejo continente, en el Río de la Plata no existía una sólida tradición de organización gremial del aprendizaje, pese a los intentos de distintos colectivos tanto de inmigrantes europeos, como de personas esclavizadas y de las castas, por establecerlos (Johnson, 2021). En Córdoba, los gremios fueron establecidos durante la primera gobernación de Sobremonte (1784-1797), en aquellos oficios que requerían cierta habilidad técnica. El objetivo era favorecer el desarrollo industrial y promover la inclusión de gente joven, “para combatir la vagancia y ociosidad” (Küffer et al., 2014, p. 5).

De acuerdo con Nieto Sánchez (2023), durante el siglo XVIII y comienzos del XIX en Buenos Aires, esta institución no decayó, sino que se transformó, pasando de un modelo proteccionista o artesanal, influenciado por la metrópoli española, a uno de inspiración francesa que priorizaba los beneficios del empleador sobre la enseñanza. En el primero, los padres o parientes del aprendiz gestionaban su entrada en el taller, predominaban los contratos en oficios tradicionales y la remuneración era en especie. Tras la independencia, se instauró un modelo de tipo francés, que se enfocaba en generar beneficios más que en formar al aprendiz, e incluyó remuneración monetaria y nuevos oficios. Con fuerte participación de instituciones públicas, estaba respaldado por leyes: en 1821 la Junta de Representantes, por iniciativa de Rivadavia, dictó una ley de contrato de aprendizaje, para regular las condiciones de colocación de los varones. De acuerdo con Mariluz Urquijo, quien estudió los contratos de celebrados entre 1810 y 1835, la legislación era favorable a los maestros, que intentaron obtener mayor subordinación, prolongando los contratos y asegurando su cumplimiento para retener a los aprendices, puesto que, una vez formados, los jóvenes tenían múltiples ofertas de empleo bien remuneradas. Esto les dejaba en una situación legal de gran indefensión. En este modelo no fue raro que las escrituras de aprendizaje se confundiesen con contratos de trabajo, y según Nieto Sánchez (2023) se trataba de un modelo capitalista que perseguía la generación de beneficios, no la formación del aprendiz.

El resultado fue paradójico. Hubo un aumento significativo de jóvenes contratados como aprendices, pero que, en realidad, no estaban recibiendo formación en ningún oficio. En muchos casos, la figura del aprendiz se redujo a un mero ayudante sin enseñanza alguna, realizando tareas duras, pero sin formación, y recibiendo bajos


salarios debido a su corta edad o supuesta condición de aprendiz. Así, el propio término se tornó ambiguo pues designaba tanto al que aprendía un oficio como al menor de edad que desempeñaba un trabajo subalterno sin expectativas de progreso. No obstante, la escasez de brazos reforzaba la posición de los aprendices o de sus padres en la negociación de los contratos, aumentando sus posibilidades de lograr un convenio ventajoso. Además, la fiscalización estaba en manos policiales, y en el caso porteño, el jefe de policía se sentía autorizado a tomar una injerencia que en rigor no le había sido conferida por la ley, regulando las cláusulas excesivamente abusivas.

De acuerdo con Mariluz Urquijo, hubo también algunas iniciativas estatales de colocación. Así, otro de los usos de la ley fue forzar a la contratación de aquellos juzgados como “vagos”. Al respecto, la policía porteña procedió a la colocación en Buenos Aires de algunos menores enviados por el ejecutivo, jueces de paz de campaña o autoridades provinciales bajo contratos de aprendizaje, al igual que algunas niñas huérfanas asiladas en la casa de expósitos, algo que también ocurrió en la campaña y ciudad de Córdoba para los varones (mientras que las mujeres eran remitidas al servicio doméstico) (Remedi, 2014, p. 54). En esta línea, no faltarían quienes pidieran que se obligara “por la fuerza a que aprendan oficios mecánicos” a los muchachos de 14 o 15 años que “vagabundean por las calles jugando a gritos” (La Gaceta Mercantil, 4/3/1833, cit. en Mariluz Urquijo, 1963, p. 19), aunque en Buenos Aires, a diferencia de Córdoba, esto no se plasmó en disposiciones oficiales de obligatoriedad. A pesar de que la inmigración comenzó a mitigar la escasez de mano de obra, se discutieron diversos proyectos -plasmados en la ley de 1821- para obligar a maestros nacionales y extranjeros a formar aprendices del país, “mientras no fueran negros, esclavos ni libertos”, dada la tradicional preferencia de los maestros por el trabajo esclavo o por contratos verbales informales que dejaban a los aprendices –libres y forzados– en una gran inseguridad jurídica (Nieto Sánchez, 2023, p. 91).

El servicio militar fue otro factor que incidió sobre la escasez de aprendices y brazos. Si en casos excepcionales hubo exenciones para aprendices, en otras estos fueron movilizados junto a sus patronos a servir en filas, aunque la resolución oficial fue la de respetar los contratos de aprendizaje.

La colocación de aprendices podía comenzar a los 8 o 9 años, aunque la edad más común era de los 12 a 14 años. Nieto Sánchez (2023, p. 96) observó que quienes ingresaban como aprendices más pequeños -y tenían periodos de contrato más largos- solían ser indios o morenos, mientras que criollos, españoles y europeos ingresaban con mayor edad. No parecía haber diferencia, en cambio, entre libres y esclavos. Los contratos rioplatenses solían estipular plazos de 3 a 4 años, similares a los habituales en Europa, y los aprendices solían salir como oficiales con una edad cercana a los 18 años. Los esclavos que entraban en los talleres bonaerenses


solían hacerlo por su voluntad o la de sus amos, para quienes se trataba de una inversión redituable a corto plazo: culminado el aprendizaje, el costo del esclavo era mayor, y podían colocarlo como oficial, embolsándose su salario -esclavitud estipendiaria- (Nieto Sánchez, 2023, p. 101).

En el periodo independiente, el flujo de aprendices en Buenos Aires fue provisto, cada vez más, por migrantes europeos, ya no del hinterland de la ciudad. El arreglo salarial más corriente consistía en que después de un periodo de trabajo gratuito el joven comenzara a ganar una suma que no solía sobrepasar un tercio del salario normal de un operario, o bien que desde el comienzo ganara una cantidad pequeña que iría aumentando en períodos sucesivos previstos de antemano sin llegar nunca, dentro del término del contrato, al salario de un oficial. Había también aprendices que se colocaban sin sueldo o los que sólo recibían algunas monedas para gastos menores. En ocasiones el contrato se extendía hacia el periodo inmediatamente posterior a la finalización del aprendizaje. A los casos en que el maestro, como forma de obligarlo a enseñar el oficio, se comprometía a abonarle sueldo de oficial estuviera o no instruido, se agregaban otros en los que se preveía ayuda para el establecimiento independiente del aprendiz.

La principal responsabilidad del aprendiz era obedecer estrictamente las órdenes de su maestro, aunque desde el siglo XVIII, las corrientes individualistas y las críticas a los gremios trataron de prevenir la explotación excesiva. Para ello, buscaron establecer límites claros sobre el deber de obediencia y determinar las órdenes que el maestro podía dar de manera legítima. Uno de los temas en disputa eran los servicios personales prestados por los menores: los límites de la labor profesional y la domestica eran difusos por la cohabitación, pero algunos contratos buscaron evitar que los menores fueran empleados como criados. Finalmente, la puntualidad, la armonía con sus compañeros y la limpieza de su habitación, eran obligaciones del aprendiz especificadas en algunos contratos.

Otro deber importante era el de permanecer junto al maestro por el término estipulado. Algunos contratos señalaban que, en caso de fuga del aprendiz, su padre o encargado tomaría las medidas necesarias para hacerlo regresar. Tras la ley de 1821, quien hubiese huido sin causa justificada quedaba obligado a reponer un mes de trabajo por cada semana de alejamiento, pero varios contratos disminuían esa pena a los días no trabajados. Algunos avisos periodísticos que ofrecían recompensas por la captura del aprendiz fugado indican el celo de los maestros por exigir el estricto cumplimiento de estas cláusulas, así como la frecuencia de las fugas y resistencias de los menores, muy documentadas, como vimos, para fines del siglo XIX y principios del XX.

Los maestros, por su parte, debían enseñar el oficio, aunque con frecuencia fueron denunciados por explotar el trabajo servil de sus aprendices sin proporcionarles una educación útil, lo que desnaturalizaba el propósito del aprendizaje convirtiéndolo


en un mero contrato laboral con salarios insignificantes o inexistentes. A veces, además, debían inculcar a los aprendices principios morales o religiosos. Debían otorgar a los aprendices alojamiento y alimentación -la convivencia entre maestro y aprendiz era considerada casi siempre un requisito-, a veces vestido (raramente, lavado de su ropa) y ocasionalmente atención en caso de enfermedades. Las facultades disciplinarias del maestro incluían el castigar “con prudencia” al aprendiz o corregirlo “moderadamente como un buen padre de familia con arreglo a las faltas que cometiere”, como rezaba un contrato de 1825 (Mariluz Urquijo, 1963, p. 26). Muy probablemente esto incluyera el recurso a los castigos corporales, práctica que se encontraba ampliamente extendida en las escuelas porteñas aún después de su prohibición en 1813. Para Nieto Sánchez (2023, p. 110), fue la generalización de la esclavitud estipendiaria, así como las acciones de resistencia protagonizadas por esta población esclavizada, lo que contribuyó a abrir la vía a la generalización de las relaciones salariales en el aprendizaje artesano. A esto colaboraron los maestros de origen europeo, que impulsaron un modelo de aprendizaje en que primaba más la relación laboral que la trasferencia de conocimiento técnico, pues estaban estandarizando la producción e introduciendo innovaciones técnicas procedentes de sus países de origen que requerían mano de obra no completamente cualificada.

Como vimos, también debían ser -al menos en teoría- colocados para el aprendizaje de oficios los niños bajo tutela institucional, tanto en la Casa Cuna como bajo las Defensorías de menores. Sin embargo, su destino muchas veces fue el servicio de armas (Conte, 2010, 2021). En el caso de las niñas, la colocación privilegiada fue el servicio doméstico. Sin embargo, las labores de costura fueron de los pocos oficios abiertos al aprendizaje y la colocación de mujeres (Mitidieri, 2022b). Las instituciones de corrección y/o encierro como los hospicios y prisiones fueron sitios de trabajo de las y los niños internos, y para las mujeres fue importante el aprendizaje del oficio de la aguja.

En los años finales de la gobernación de Juan Manuel de Rosas, la Sastrería del Ejército ubicada en Santos Lugares y la Casa Cárcel Sastrería del Estado, creada en 1848, ocupaban en la confección de uniformes, compostura y remiendo del vestuario de la tropa a mujeres adultas y menores detenidas por delitos o hurtos menores o algún comportamiento considerado “escandaloso” en la vía pública. Eran en su mayoría de trabajadoras pobres, morenas, negras y pardas, humildemente vestidas, y solo siete de las dieciocho mujeres cuyos legajos se han conservado, analizados por Gabriela Mitidieri, habían declarado ejercer el oficio de costureras o habían mencionado la costura como parte de su actividad cotidiana antes del arresto. Para las restantes, sus oficios eran los de planchadoras, cocineras o lavanderas, aunque había también una amasadora, una desmotadora de algodón, una pulpera y una prostituta, es decir diversas formas de subsistencia abiertas a


mujeres pobres a fines de la década de 1840.

Probablemente estas mujeres hubieran adquirido habilidades de costura como aprendizas en tiendas de modistas o talleres de sastrería de la ciudad. Las esclavas o libertas podrían haber sido entrenadas en sus lugares de trabajo con sus amos, o haber asistido a escuelas para niñas donde la costura formaba parte del programa educativo. Otras, finalmente, podrían haber aprendido en sus hogares o en las escuelas de la Sociedad de Beneficencia (Mitidieri, 2022b, p. 10). La costura era parte del trabajo “en casas de familia para el servicio de adentro”, junto con la cocina, el lavado y el planchado, y se realizaba bajo diversos arreglos laborales, que muchas veces orillaban los límites entre el trabajo libre y no libre, como en los casos mencionados, de niñas, niños y jóvenes esclavizados o colocados para su corrección tanto en oficios como en instituciones de corrección y encierro.


Disciplina, trabajo no libre y racializado

Tanto en el hogar como en colocaciones privadas o en instituciones, la crianza y el trabajo se llevaban adelante bajo una fuerte visión disciplinar, que frecuentemente iba acompañada por el uso y ejercicio de la violencia. La concepción predominante era que los niños debían ser educados con la más estricta disciplina desde sus primeros años, con el objetivo de eliminar malas tendencias antes de que se arraigaran profundamente o se volvieran difíciles de corregir (Ghirardi, 2008).

Las experiencias de trabajo en condiciones de encierro, como las mencionadas en el apartado previo, pueden encuadrarse en sentido estricto como formas de trabajo no libres, aunque es posible pensar en una continuidad entre las colocaciones particulares y en instituciones. Tampoco eran tan claras las diferencias entre las diversas instituciones de encierro. La Casa de Huérfanas, por ejemplo, además de orfelinato y escuela, cumplió funciones similares a las de un presidio para mujeres acusadas de diversos delitos y como un lugar de contención y corrección de esposas o hijas rebeldes, actuando como “depósito” de mujeres desobedientes a la autoridad marital o paterna para “reeducarlas” en la docilidad y obediencia (Fuster, 2012, p. 175). Podía ser considerada, de este modo, en el cruce entre un convento, una casa de reclusión y de castigo. Allí las internas, muchas de ellas huérfanas que habían ingresado de niñas, trabajaban duramente y el descanso prácticamente no estaba contemplado en su rutina. Vestían uniforme y debían regirse por las normas del respeto, el trabajo y la obediencia. De acuerdo con Fuster, cumplían horarios reglados de tareas que incluían trabajos de limpieza, cocina, costura e hilado, en la denominada “fábrica” de la Casa de Huérfanas, pero también como enfermeras en el Hospital, en el cuidado de las pupilas más pequeñas y como maestras y secretarias. Todas debían colaboraban en el sostenimiento de la institución, que se financiaba con la venta de sus trabajos de hilados, tejidos, costuras, elaboración de dulces y escapularios (Fuster, 2012, p. 175). Recibían, además, instrucción en


la Escuela Pública de la Casa, la primera institución pública para educación de mujeres en la ciudad. Las internas no se mezclaban con las alumnas externas, hijas de las familias adineradas que pagaban por la educación, aunque algunas sirvientas o esclavas de aquellas estudiaban con las huérfanas. La enseñanza era impartida por pupilas experimentadas y maestras en lectura, aritmética, hilados y cocina, e incluía religión, primeras letras y habilidades manuales “propias de su sexo”. Como en toda la institución, la disciplina era estricta.

Algunas investigaciones, desde la historia social del trabajo, procuran reconstruir aspectos de las voces y experiencias de las mujeres alojadas en espacios de encierro. Una de las internas de la Casa Cárcel Sastrería del Estado era Carmen Rodríguez, de 16 años de edad, registrada como parda. En su legajo, uno de los pocos que se ha conservado, dijo que había estado colocada en varias casas para servir, “pero que le ha venido la desgracia de que en todas ellas se le ha dado un malísimo trato, por lo que no ha subsistido en ninguna”. Su oficio principal era la costura y el planchado, pero estaba “impuesta en todos los quehaceres de las casas de familia”. La joven había sido remitida por el defensor de menores “por no poder sujetarla en ninguna parte” y porque había robado prendas de vestir en la última casa donde había trabajado. De este modo, de acuerdo con Mitidieri, “trabajo doméstico, tutela y crianza se combinaban en la experiencia de la colocación. Las prácticas violentas de parte de los patrones no eran infrecuentes, como aquellas a las que Carmen Rodríguez aludía al mencionar el “malísimo trato” recibido en los distintos sitios en los que había estado colocada. Tampoco era infrecuente la huida como forma de negarse a tales condiciones de trabajo” (2022b, p. 8). La experiencia de Carmen es indicadora tanto de los malos tratos a los que estaban sujetas las jóvenes colocadas en general (Sidy, 2020), como de los márgenes de agencia o resistencia de que disponían para evadirse de estos espacios laborales. En la experiencia vital de Carmen, el trabajo en la cárcel sastrería era otro arreglo laboral que continuaba con sus experiencias previas, que tampoco se ajustaban a los parámetros de lo que hoy definiríamos como trabajo “libre”.

Las situaciones de virtual trabajo forzado a las que, como vimos, estaban sometidos los niños y niñas pobres en general, se agravaba para el caso de quienes estaban en condiciones de esclavizados o libertos. El patronato de libertos fue una institución que funcionó entre 1813 -con la ley de vientre libre dictada por la Asamblea del Año XIII- y 1853/1860, cuando la Constitución prohibió la existencia de esclavos en el territorio. El Reglamento que creaba esta figura regulaba los contenidos y formas concretas en que la libertad de los niños afroargentinos podía ponerse en acto. Los infantes “no serían inmediata y plenamente libres, sino que quedarían bajo el patronato de los amos de sus madres, a quienes servirían gratis para compensar los gastos de su crianza y mantenimiento, hasta los 16 años (o al casarse) las mujeres y hasta los 20 años los varones” (Candioti, 2021,


p. 55). Al aproximarse la edad de emancipación plena -ellas a los 14, ellos a los 15 años-, debían comenzar a recibir un pequeño salario por su trabajo, para lo cual el reglamento desplegaba una serie de cláusulas paternalistas, “a tono con el escepticismo en torno a las capacidades de los esclavizados para desarrollar una vida autónoma” (Candioti, 2021, p. 56). De acuerdo con Magdalena Candioti, la condición de liberto fue en muchos sentidos similar a la esclavitud, pues facultaba a los amos a exigir servicios gratuitos de los menores y a vender ese patronato a terceros, separando a los menores de sus madres; además, debían permanecer en casa de sus patronos hasta la edad de plena emancipación, salvo que la policía comprobara que fueran tratados con sevicia -malos tratos, crueldad excesiva-, fueran pobres o no los quisieran allí. Por estos motivos se trató, según la autora, de un “régimen de libertad paternalista y restringido” (Candioti, 2021,

p. 63) cuya función tutelar se extendió y afectó los derechos de padres y madres de color -negros, pardos y mestizos-, no solo esclavizados, sobre sus hijos. Los conflictos judiciales entre madres, padres y patronos de libertos, analizados por Candioti, parecían transcurrir por disyuntivas similares a las vistas en los otros conflictos por tenencia. Los patrones eran reacios a mantener a los libertos en sus primeros años de vida, pero solían reclamarlos cuando ya estaban aptos para trabajar. Cuando las madres y padres buscaban recuperar a sus hijos, los amos solían desacreditar sus reclamos, alegando la incapacidad de los progenitores para educarlos correctamente, o un interés puramente económico de servirse del trabajo de los menores (Candioti, 2021, pp. 84–85). Pero la justicia, a diferencia de los juicios analizados previamente, tendió a inclinarse sistemáticamente a favor de la potestas dominica de los amos -o examos-, por sobre la patria potestas de los progenitores.

Como ha mostrado Mitidieri (2022a, p. 13), en la década de 1850 continuaban operando las distinciones raciales elaboradas tras la sanción de la ley de libertad de vientres para la colocación laboral de niños y niñas afrodescendientes, aun cuando se tratara de hijos de mujeres pardas, negras y morenas formalmente libres. Esto implicó contratos de aprendizaje y términos laborales más duros para ellas y ellos, e incluso transacciones de compraventa. Así, en las actas de colocación analizadas por Mitidieri no se hacía mención a compensación monetaria alguna para los menores o sus padres o madres. Y les estaba vedado entrar en contacto con sus hijos una vez que cedían los derechos de patronato. El trabajo realizado por niños y niñas aparecía como una suerte de “contraprestación de la “consideración”, “protección” y “educación” que brindaban los nuevos patrones”, y podía extenderse por muchos años (Mitidieri, 2022a, pp. 13–14).

Además, en una ciudad como Buenos Aires, donde la memoria de la esclavitud era reciente, las jerarquías raciales continuaban incidiendo en los arreglos laborales y en los sentidos de lo justo e injusto en los mundos del trabajo. Así, “el privilegio


racial de quien no había vivenciado la esclavitud en carne propia parecía volver todavía más intolerables e inadmisibles ciertas prácticas asociadas en el imaginario con el trabajo esclavo: la ausencia de salario o contraprestaciones en la forma de casa, comida y vestimenta que reforzaban un vínculo de tutela y dependencia” (Mitidieri, 2022a, p. 18). La conclusión a la que arriba Mitidieri al explorar pleitos en torno a la colocación laboral de menores refuerza lo visto hasta aquí: “en este período existieron un conjunto de arreglos de trabajo no del todo libres, en los que crianza, cuidado, entrenamiento laboral y escasa o nula remuneración aparecían entreverados en las colocaciones de niños y niñas en calidad de dependientes, de aprendices o de sirvientes” (Mitidieri, 2022a, p. 18), condiciones que se agravaban para las infancias racializadas.

Similares consideraciones aplican para el trabajo de los niños y niñas indígenas, que fueron apropiados, repartidos y colocados laboralmente en distintos puntos del país. Desde tiempos coloniales, la incorporación de indígenas a las ciudades, especialmente de mujeres y niños sobrevivientes de matanzas, se dio a través del servicio doméstico. Esta política de reparto de cautivos comenzó en el siglo XVII y era empleada por las autoridades españolas con los grupos considerados rebeldes en pos de lograr su desnaturalización. Mujeres y niños eran el objeto predilecto pues podían ser canjeados por cautivos cristianos o entregados como premios a los militares que los habían aprisionado y a integrantes del núcleo social dominante. Hacia fines del periodo colonial, previo a su reparto, las cautivas indígenas podían atravesar un periodo de reclusión en la Residencia o Casa de Recogimiento, donde se les imponían los rudimentos del castellano y la fe católica y eran bautizadas antes de ser colocadas en custodia en “casas decentes”. Allí, muchas de ellas fueron sometidas a golpes, malos tratos e inclusive violaciones por parte de los responsables de su cuidado (Salerno, 2018).

Mediante el sistema de reparto, el receptor asumía el compromiso de alimentar, vestir y educar cristianamente al indígena, que quedaba obligado a servir en cualquier tarea que se le encomendara, en especial en el servicio doméstico, ingresando como trabajador en la estructura socio-económica vigente, sin un salario. De acuerdo con Alioto y Jiménez, si bien no se trataba de esclavos strictu sensu pues no habían sido adquiridos mediante transacción mercantil y la guarda estaba sujeta al cumplimiento de estas obligaciones, pudiendo revocarse y asignarse a otro apropiador, compartían con la esclavitud la pérdida de la identidad mediante el bautismo y en ocasiones, la imposición del apellido del apropiador, la extracción violenta de su entorno, la cancelación de lazos con el grupo de origen y la prestación gratuita de servicios laborales (Jiménez & Alioto, 2018, p. 233).

Esta práctica perduró con los gobiernos independentistas, y varió en intensidad según las relaciones que éstos desplegaron con las distintas naciones indígenas. A lo largo de la década de 1870, con la consolidación de una política estatal tendiente a la supresión de la frontera con los indígenas, el sistema de reparto se intensificó,


adquiriendo carácter masivo. En el marco de las campañas militares de Pampa, Norpatagonia y Chaco, que entre 1878 y 1885, finalizaron con la vida autónoma de las poblaciones indígenas, las familias capturadas fueron desmembradas y sus integrantes individualmente incorporados como mano de obra rural, personal de servicio, o tropa de las fuerzas armadas, con el propósito de clausurar la futura reproducción biológica y cultural (Jiménez & Alioto, 2018; Mases, 2002).

En la “frontera sur”, que iba de Buenos Aires a Mendoza, las poblaciones ranqueles fueron enviadas tanto a localidades aledañas y estancias de la región, como a destinos lejanos como Tucumán, Misiones o la Isla Martín García, que operó como virtual campo de concentración (Pérez Zavala, 2012). Si para los varones muchas veces el destino principal fue el servicio de armas, las faenas rurales en estancias de la campaña bonaerense o del litoral o en ingenios y plantaciones azucareras en el norte, para mujeres y niños el destino preferencial continuó siendo el servicio doméstico. En la ciudad de Buenos Aires, más de cinco mil indígenas fueron repartidos entre 1878 y 1885 (Mases, 2010). La Sociedad de Beneficencia fue la institución que, mediante un contrato estandarizado de colocación para la población indígena, formalizó la entrega de niños y niñas indígenas, mujeres solas, madres con hijos y parejas con hijos que quedaban al servicio de la guardadora y su familia, en hogares de la ciudad y pueblos aledaños. Se trató de entregas y acuerdos que implicaron formas de trabajo sin compensación salarial, al menos durante el primer año de servicio, luego de lo cual la retribución se pactaría con intervención de la Sociedad.

De acuerdo con Allemandi, el trabajo –vinculado a la noción de tutela– tuvo un rol fundamental en las estrategias de etnización, asimilación e integración subordinada de estas poblaciones a la sociedad estatal. Para esta autora, los trabajos de servir reeditaban una relación histórica de dominación y contribuyeron a la inferiorización de estos grupos. Estos arreglos laborales “combinaron elementos de tutela y trabajo contratado, obligatorio, con ausencia de compensación salarial, que seguramente implicaron diversos grados de coerción física y pecuniaria pero también de “libertad”” (Allemandi, 2019, p. 12). La tutela ejercida por la Sociedad de Beneficencia y la inferioridad jurídica y social a la que fueron sometidos estos grupos “permiten pensar en situaciones de mucha dependencia”, pues al menos en los comienzos, las y los cautivos deben haber contado con escasos recursos y herramientas para enfrentar este nuevo contexto, y a la condición étnica se sumaban las discriminaciones en torno al género y la edad. Más allá de estos agravantes en la colocación de mujeres y niños indígenas como sirvientes y criados, la conclusión de Allemandi al analizar los contratos de colocación de las damas de la beneficencia refuerza uno de los argumentos que he sostenido en este escrito, en torno a la peculiar condición laboral y jurídica de las y los menores de edad: “la similitud con otros contratos de colocación de menores es notable” (2019, p. 12).


Conclusiones

Como creo haber demostrado en base a la literatura disponible -que casi no ha tenido por objeto específico el trabajo de las infancias-, existe un fértil campo para indagar en el enorme aporte económico que los niños y niñas realizaron a las economías del siglo XIX. Los escasos estudios de tipo cuantitativo sugieren la posibilidad de volver sobre los censos y padrones del periodo, en estas y otras regiones del territorio, con preguntas específicas en torno al trabajo de menores, sus oficios, diferencias sexogenéricas, la composición de las familias, hogares o talleres donde habitaban, su condición jurídica y racial, o la escolarización y alfabetización, que permitan contrastar estas investigaciones, así como observar las tendencias en la evolución de estos factores. También es posible, a partir del estudio de contratos, pero sobre todo de pleitos judiciales, reconstruir diversos aspectos de las condiciones laborales de niñas y niños, como también de sus propias experiencias y nociones en torno a sus labores, abonando a la historia social del trabajo en este periodo.

Por lo pronto, este relevamiento y análisis, que ha puesto en relación distintas investigaciones que exploraron censos, padrones, contratos y colocaciones de menores de diverso tipo -de tutela, de aprendizaje, de patronato de libertos, de indígenas-, permite establecer algunas conclusiones provisorias. Es mi deseo que su discusión estimule la realización de estudios específicos sobre el trabajo de menores con las muy ricas y variadas fuentes disponibles para indagar en la historia del trabajo infantil en el siglo XIX.

En primer lugar, tanto estos contratos como los juicios por tenencia, muestran que los niños y niñas tenían un valor económico y que la infancia aparecía como un valor de uso para las y los adultos, motivo por el cual su apropiación fue codiciada y estaba sujeta a disputas entre familiares, patrones e instituciones (Ghirardi, 2008). En segundo lugar, las disposiciones contenidas en estos contratos y arreglos laborales obligan a revisar las distancias entre las conceptualizaciones de sus experiencias de trabajo como “libre”, “forzado”, “tutelado”, “remunerado” o “no remunerado”. Como ha señalado Cecilia Allemandi, “a pesar de las diferencias en los sentidos y las prácticas que separan a unas de otras, la complejidad de los procesos históricos sobrepasaba las fronteras de dichas categorías tornándolas inestables y tan ambiguas como las realidades que se proponen reflejar” (2019,

p. 13). En particular, parece poco apropiado pensar en el trabajo de las infancias como un “trabajo libre”, cuando en la mayoría de los casos se trataba de servicios obligatorios, con escasa o nula retribución salarial, realizados como parte de las obligaciones debidas al padre, la familia o tutores, a cambio de techo, comida, vestido, educación o incluso un salario, según el caso, e implicando distintos grados de coerción y violencia. Muchas veces estos acuerdos dependían de las necesidades y capacidades de negociación de las familias, y la pobreza fue, de


modo general, el principal motor para la colocación voluntaria de niños y niñas, redundando muchas veces en contratos abusivos o muy desventajosos para los menores, incluso para los de familias “blancas” y “libres”. Sobre este sustrato común, las diferencias de género fueron marcadas: las niñas ingresaban al trabajo más temprano -si bien también podían trocar antes su tutela infantil por la del marido-, colocadas preferentemente en el servicio doméstico -aunque también en algunos oficios como la costura- donde estuvieron expuestas a grados de arbitrariedad y violencia -incluso sexual- más marcadas que para los varones. Estos fueron colocados en una gama más amplia de oficios, su trabajo (y educación) fue más valorado socialmente, aunque estuvo igualmente atravesado por la violencia y la disciplina. Además, las condiciones de contratación y trabajo fueron más duras para aquellas personas racializadas –libertos y libertas, descendientes de “castas” y personas esclavizadas, niños y niñas de poblaciones indígenas-, sometidas a traslados forzosos, al desmembramiento de sus familias y cuyos madres y padres fueron negados de potestad sobre ellos. Sus condiciones de trabajo, va de suyo, eran decididamente no libres.

La consideración de la infancia como un valor de uso laboral no entraba en contradicción con dos procesos que observa Cicerchia acaeciendo desde fines del siglo XVIII, si bien cobrarían mayor fuerza hacia fines del siglo XIX: una intención del Estado de ampliar su jurisdicción sobre los asuntos familiares, recortando las atribuciones hasta entonces exclusivas de la Iglesia, y un aumento de la valorización social de la infancia. Acorde con ello, durante la primera mitad del siglo XVIII, desde la medicina y la justicia, comenzó a especularse sobre la existencia de etapas evolutivas dentro de la niñez. La crianza y la educación de los niños fueron ganando centralidad y se comenzó a cuestionar el rol de las amas de leche, reforzando el rol maternal, así como la circulación de niños y niñas por fuera de su entorno familiar. De acuerdo con este investigador, el “descubrimiento de la niñez” estimuló un debate público en la prensa y círculos médicos, que solicitó respuestas oficiales frente fenómenos como el abandono de niños, la regulación de los hospicios y la condena del infanticidio. Esto se plasmó en recomendaciones gubernamentales sobre la conservación y educación de los niños y la creación y reglamentación de instituciones como la primera Casa de Niños Expósitos en Buenos Aires o la organización de las Damas de la Sociedad de Beneficencia en 1823, expresivas de este creciente valor social de la niñez.

Al mismo tiempo, durante el siglo XIX, aunque hundiendo sus raíces en tradiciones y jurisprudencia previas, el trabajo infantil fue una práctica extendida, tanto en el campo como en la ciudad. La misma se encontraba normalizada y afectada por diversas legislaciones y en su regulación y uso participaban varias instituciones, tanto públicas como privadas. Se trataba de un trabajo que difícilmente pudiera encuadrarse en los términos contemporáneos del trabajo libre y no libre, pues


existía una variedad de arreglos que en general implicaban diversos grados de coacción -e incluso violencia- tanto en el ámbito del hogar de origen como en las colocaciones privadas, públicas e institucionales. Además, el mercado laboral de menores estaba profundamente racializado, y es probable que las discriminaciones raciales continuaran operando -aunque los censos dejaran de registrar la raza explícitamente-, más allá de la segunda mitad del siglo XIX. Todo esto muestra que el trabajo infantil estaba lejos de ser concebido como un problema social; más bien, como atestiguan los distintos juicios conservados y analizados por los investigadores e investigadoras, se originaban pleitos o “problemas” por su apropiación, pues nadie cuestionaba el derecho adulto a usufructuar del trabajo de las y los menores de edad.

Estas nociones comenzaron muy lentamente a horadarse hacia fines del siglo XIX con la unificación y conformación estatal, cuando juristas, médicos, inspectores y reformistas sociales intervinieron en la definición de la infancia como una etapa que encerraba promesas y temores vinculados con la salud colectiva de la nación y la raza. Así, postularon que los niños trabajadores debían ser resguardados de ciertos trabajos, que las condiciones en que trabajaban debían ser supervisadas, y que era legítimo que el Estado interviniera con su tutela en el marco familiar ante situaciones de “abandono” y “peligro moral o material”, consenso que se plasmó en la ley 10.903 de Patronato de Menores de 1919 (Zapiola, 2010). Los futuros ciudadanos, el porvenir de la raza y la nación podían entrar en jaque si los cuerpos infantiles no eran cuidados, alimentados, atendidos, formados, alejados de la enfermedad y el maltrato. Y los agentes que emergieron y se postularon a sí mismos como los tutores estatales que debían velar por la salud pública fueron los médicos, educadores y reformadores que impulsaron estos proyectos, construyendo asimismo sus respectivas incumbencias profesionales y ámbitos de intervención pública (Scheinkman, 2023). Sin embargo, lejos de poner en discusión al trabajo infantil como un todo, estos reformadores se concentraron en algunos trabajos -el industrial, el callejero- que despertaron las mayores alarmas, mientras que el trabajo rural, doméstico, de indios, o el realizado en instituciones de encierro y beneficencia y en el propio hogar tardó largo tiempo en ser objeto de cuestionamientos y regulaciones específicas (Allemandi, 2017). Además, buena parte del trabajo de las infancias continuó siendo realizado en condiciones de encierro o relativamente forzadas, ya sea por colocación institucional -defensorías de menores- o paterno/familiar. Sin negar los cambios implícitos en el trasfondo y la sanción de los nuevos marcos normativos -las leyes 5.291 y 11.317 de trabajo femenino e infantil, de 1907 y 1924, respectivamente-, esta exploración de las formas y nociones del desempeño laboral de las infancias en el siglo XIX nos invita a pensar en un sustrato amplio de continuidades. O bien, como sugería el enfoque de Didier y Fassin, en una convivencia entre discursos condenatorios del trabajo infantil,


junto con una extendida tolerancia al mismo. Esto se condice con lo señalado por Küffer, Ghirardi y Colantonio para el caso cordobés. Los autores buscaron comparar sus hallazgos con la literatura para épocas posteriores, industriales, “a los fines de plantearse si conviene hablar de cambios profundos o bien arraigadas pervivencias en las características del trabajo infantil”, concluyendo que “entre el periodo representado por los registros de 1813 y 1832 y las fuentes analizadas en la historiografía, correspondientes a la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del siglo XX, no parecieron operarse transformaciones muy drásticas, en la práctica, más allá de los posibles cambios actitudinales hacia la infancia. Al menos no hacia los niños de todos los sectores sociales” (2014, pp. 6, 25).

Desde este punto de vista podemos comprender el lamento que en los años 30 pintaba Arlt en sus aguafuertes porteñas, al referirse a los “padres negreros”. Esta noción racializada del trabajo sin dudas llevaba en sí memorias y resabios de la esclavitud, en la comparación del trabajo de los hijos con el de los “negros”, término utilizado como sinónimo de la esclavitud y de las personas esclavizadas:


“Yo he observado que en este país, y sobre todo entre las familias extranjeras, el hijo es considerado como un animal de carga. En cuanto tiene uso de razón o fuerzas “lo colocan”. El chico trabaja y los padres cobran. (…) Por lo general, el chico trabaja. Se acostumbra a agachar el lomo. Entrega la quincena íntegra, con rabia, con odio. En cuanto hace el servicio militar, se casa y no quiere saber nada con “los viejos”. Los detesta. Ellos le agriaron la infancia. Él no lo sabe, pero los detesta, inconscientemente. Vaya usted y converse con esos centenares de muchachos trabajadores. Todos le dirán lo mismo: “Desde que yo era un purrete, me metieron al yugo”. Hay padres que han explotado bárbaramente a los hijos. Y los que hicieron una fortuna no les importa un ardite el odio de los hijos. (…) La relación entre estos padres e hijos ha sido mucho más agria que entre un patrón exigente y un operario necesitado” (Arlt, 1930).


En suma, vale bien preguntarse si tras los cambios en los discursos públicos y normativos, no existían tal vez visiones contrapuestas del trabajo infantil entre las clases trabajadoras, las familias pobres, los patrones, empleadores e instituciones, y un trasfondo amplio de continuidades al nivel de las prácticas.


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