Estudio, materia, mundo. La cuestión de la transmisión escolar en torno a la forma de la escuela y la materialidad del oficio docente

Federico Gastón Waissmann | UNR, UNL
federicowaissmann@gmail.com

Resumen

La educación tiene un doble carácter: por un lado, es una marca que nos moldea en términos existenciales, un punto de inflexión entre el amor hacia los recién llegados y el amor hacia el mundo; por otro lado, involucra una transmisión donde tiene lugar un recorte del mundo en materia de estudio, en concomitancia al saber en juego y al orden de la vida de los hombres. En la reflexión sobre este doble carácter se retoma la idea de la skholè, un tiempo libre para el estudio que irrumpe en las jerarquías sociales y, a pesar de los intentos de domesticación de la familia y del capitalismo, insiste con el paso del tiempo. Una negociación constante en la cual están involucradas la idea misma de acción, los acontecimientos de la Modernidad y la función de la autoridad.
En este derrotero, se revisita una línea de autores que apuestan a la indagación de la operación de separación de lo escolar en sentido fenomenológico, es decir, en relación a una forma o eidos de la escuela y una materialidad del oficio docente. Para ello es necesario evitar tanto una actitud natural sobre las relaciones entre los adultos y los jóvenes como un paradigma de progresión que reproduzca aquello que se quiere evitar y, en esta dirección, contribuir a una visión enigmática de la educación.
Tras la revisión, los intentos de domesticación de la shkolè en una sociedad del rendimiento nos confirmarán la enemistad de lo escolar con los imperativos del capitalismo: la forma de la escuela —suspensión, profanación, escolarización, estudio e interés— reanima en el amor a los nuevos una toma de responsabilidad y, consecuentemente, una cierta dimensión del cuidado sobre los jóvenes frente a un capitalismo que promete agotarlos.

Palabras clave: transmisión, forma, estudio

 

Study, Matter, World. The Question of School Transmission as regards the Form of School and the Materiality of Teaching Profession

Abstract

There is a double character of education: on the one hand, it is a trace that moulds us in an existential way, a turning point between the love for the newcomers and the love for the world; on the other hand, it involves a transmission where the study of a piece of the world takes place, in association both to a certain knowledge and to the order of mankind’s lives. Upon reflecting on this double character we take on the idea of a skholè, a free time for studying that breaks into social hierarchies and, despite the attempts of both family and capitalism to domesticate it, it insists over time. A constant negotiation in which the very idea of action, the events of Modernity and the function of authority are involved.
On this path, we review a series of authors who thrive on the investigation of the school’s operation of separation in a phenomenological sense, that is, in relation to a form or eidos of the school and the material existence of teaching. To this aim, it is necessary to avoid both a natural attitude about relationships between adults and young people as a paradigm of progression that reproduces what we want to avoid and, on this direction, contribute to a vision of education as enigmatic.
After the review proposed, the attempts to tame the shkolè within the framework of a burnout society will confirm the very enmity of the school with the imperatives of capitalism: the form of the school -suspension, desecration, schooling, study and interest - resumes in the love for the newcomers in the form of responsibility and, consequently, in a certain dimension of care about young people against to a capitalism that promises to exhaust them.

Keywords: transmission, form, study

 

¡Qué va!… la skholè es un invento de la antigüedad clásica

El verbo «educar» del idioma castellano se desprende etimológicamente del latino educāre, cuya traducción habitual es «conducir». Ello es harto conocido. Pero, como nos advierte Leandro de Lajonquière, la polisemia del lenguaje nos lleva a considerar el abanico de significados en contexto de aquel término: «criar», «alimentar», «cuidar», «adiestrar», «formar» e «instruir». Así que no parece injusto afirmar que a la semiosis del vocablo le tomará un largo tiempo —hasta el dénouement del siglo XVII— alejarse de la rústica tarea de educar animales. Y, en este sentido, quizás resulte acertado apuntalar que en la palabra educación se actualiza a cada momento una marca o yerro que nos moldea en términos existenciales (1999: 68). Por ello, según Jorge Larrosa, «es posible que no seamos sino una imperiosa necesidad de palabras, producidas o escritas, oídas o leídas, para cauterizar la herida» (2000: 23).
Esa marca, en la lectura de Hannah Arendt, es una encrucijada o punto de inflexión. Es la topología de una decisión: por un lado, si se ama a los recién llegados, la educación involucra la decisión de brindar o negar las herramientas que forjarán el destino de los nuevos; por el otro, si se ama a este mundo lo suficiente, la decisión también nos interpela en el sentido de tomar una responsabilidad sobre éste. ¿Se puede arrojar sin más un niño al mundo? ¿Quién salvará al mundo de su inevitable envejecimiento? ¿Cómo acontece lo nuevo en relación a lo común? (1996: 208).
De acuerdo a Jorge Larrosa, que la educación se relacione con la transmisión de un saber es una obviedad. Pero no resulta tan obvio cómo «a cada momento» se actualiza la concomitancia entre el saber en juego en la transmisión escolar y el orden de la vida de los hombres. La problematización de esa correspondencia es al menos un atisbo a los modos de validación del inevitable recorte que la escuela efectúa sobre el mundo. En la actualidad, ese recorte del saber escolar se establece en relación al conocimiento científico-técnico. De allí en más, el conocimiento es concebido como la progresión de un crecimiento impersonal en el sentido de la apropiación, utilización y eventual fabricación de instrumentos. De una progresión como adjetivo calificativo, se verá luego (1997: 34).
En este derrotero, al menos está claro que la educación no se limita solo a la reproducción de un saber científico-técnico. La defensa de una educación genuina se instituye en la transmisión de un recorte del mundo y, en coherencia, de un recorte que nos incluye a nosotros mismos como sus habitantes. Porque están en juego las herramientas que forjarán el destino de los nuevos. Pero, si en ese recorte se admiten solo los saberes positivos en torno a la planificación, el único índice de realidad ponderado es el realismo científico-técnico y no son reconocidas otras experiencias por fuera de esa racionalidad, la transmisión escolar se verá vaciada de sentido: entiéndase, el abordaje del enigma del mundo o el significado de una experiencia. El carácter enigmático del encuentro se escurre entonces en nuestra reflexión.
Si nos remontamos a sus orígenes en las ciudades-Estado de la Grecia clásica, skholè o σχολή es un vocablo helénico que se haya relacionado a la idea de «tiempo libre» y deviene en el vocablo latino schola, un tiempo concedido a los hombres cuyo acceso al ocio consagrado al estudio no se encontraba en el orden natural de esclavos, artesanos y hombres libres de la época. Allí, la escuela se instala como cosa común. Tras los avatares a los cuales fue sometida, esa idea ha trascendido a sus diferentes detractores a lo largo del tiempo. Pero nunca se libró de ese «a cada momento», la mayoría de las veces bajo la forma de reflexiones sobre la constante necesidad de reforma de la escuela: sean programas de ajuste o de mejora, sean idearios políticos o religiosos (Masschelein y Simons, 2014: 11).
Es alrededor del orden helénico que Arendt reanimó la discusión sobre la noción de vita activa en los autores clásicos. E inició el recorrido con las tres actividades en la vida de los hombres. Para no aburrir al lector: la labor del esclavo, una actividad inseparable del proceso biológico del cuerpo humano, como condición de la vida misma; el trabajo del artesano, una actividad inseparable del artificial mundo de las cosas, como condición no-natural del hombre; y la acción de los hombres libres, una actividad inseparable de la pluralidad de la existencia y la única condición que ocurre sin mediación de cosas ni materia. Las tres formas de la condición humana se vinculan a la existencia política. Pero la pluralidad de la acción es su condición central. Las características de la acción nos devuelven a los hemistiquios de la dinámica intergeneracional: natalidad o mortalidad. Un punto al cual se retornará en relación a Jacques Rancière. Aunque, de momento, nos basta con enunciar que la natalidad encierra la potencia de iniciar un algo nuevo (2003: 21-25).
A su vez, se establece en el trabajo de esta intelectual una breve distinción sobre los vocablos que significan la idea de «vida» en lengua castellana. Por un lado, se encuentra el vocablo bios, el de la vida de los hombres en tanto individuos; por el otro, se encuentra el vocablo zoé, el de la vida de los hombres en tanto especie. Ello viene a colación de echar luz sobre la acción del individuo como condición necesaria en el sostenimiento de especie. En esta cadena de significantes se evidencia el viraje de la vita activa en tanto aspiración de los hombres libres hacia un interés sobre las cosas de este mundo, una variación de sentido que no se relaciona con el cristianismo sino con la reorganización de la polis en Platón (Arendt, 2003: 26-28).
De momento, la cita de Arendt nos interesa y orienta en la variación de sentidos en torno a la transmisión. En los días que corren, la categoría «vida» se reduce a una dimensión biológica, a la satisfacción de las necesidades —siempre ascendentes en el fetichismo capitalista— y a la supervivencia del individuo en sociedad. En una muestra de la pregnancia del capitalismo, la concomitancia entre el saber en juego en la transmisión escolar y el orden de la vida de los hombres se traduce en enunciados como «enseñar para la vida», que en verdad significan «para ganarse la vida» en sociedades de un consumo «a cada momento» más complejo. En estas condiciones, la relación entre el saber escolar y el orden de la vida de los hombres se encuentra mediada por el indefectible utilitarismo del mercado. Un primer intento de domesticación de la escuela (Larrosa, 1997: 34).
«La esencia de la educación es la natalidad», dice Arendt, «el hecho de que en el mundo hayan nacido seres humanos». Frente a los nuevos, en la transmisión se asume una cuota de inmortalidad. Pues, en la visión de los clásicos, sobre el trasfondo de una naturaleza idéntica y de dioses imperecederos, se erige la vida de esos mortales que buscan atravesar el tiempo. Pero, si ello sucediera, también se les estaría negando a los jóvenes una cuota de su papel futuro. Porque, lógicamente, el mundo al cual han llegado siempre será más viejo que ellos. El potencial se encuentra en la habilidad de crear cosas con la intención de hallar a través de ellas un lugar en la inmortalidad del cosmos. Son esos actos los que distinguen a los mortales (1996: 186-189; 2003: 30).
Por ello nos arrojamos a un brevísimo interludio: la educación no involucra el establecimiento de un mundo aislado de los adultos, donde los recién llegados se relacionen de manera espontánea; tampoco involucra la autonomización del aprendizaje, cara a la idea en boga de aprender a aprender; y, sobre todo, la educación no involucra el trastrocamiento o la sustitución de los sentidos del aprender por los sentidos del hacer. El temor de Hannah Arendt es la creación de un mundo juvenil so pretexto de una operación de clausura que obture a fin de cuentas el efecto de lo juvenil sobre el mundo (1996: 192; 207).
Una primera pista, de carácter general, se relaciona con todo lo dicho sobre la categoría acción. Pues la acción nos devuelve a lo intergeneracional: junto a la natalidad, se trata de acontecimientos que encierran en sí mismos la potencia de lo nuevo. En su doble carácter, afín a la pluralidad de la existencia de los hombres, la igualdad nos ofrece la posibilidad de prever un futuro en común y la distinción nos arrastra al ejercicio de la acción para la consecución de entendimiento alguno. La cultura escudriña al individuo: «¿Quién eres tú?». En la respuesta a esta fórmula, el individuo se inscribe en el discurso e inscribe un comienzo. Se identifica como un actor que enuncia lo que hizo, lo que hace y lo que hará entre los hombres (Arendt, 2003: 202).
Una segunda pista, de carácter coyuntural, se relaciona con los acontecimientos que edifican los umbrales de la época moderna. La transmisión escolar tiene lugar a la luz de una serie de «descubrimientos» cuya desinencia sería cuando menos sorprendente a la generación de los exploradores: el arribo a América, que abrió la mirada a la civilización europea ante los nuevos confines; la Reforma, que cristalizó el espíritu de los hombres ante la fragmentación del mundo occidental; y el telescopio, que inauguró un conocimiento científico-técnico sobre el sitio de los hombres en el cosmos. Es decir, tres acontecimientos que ampliaron la Tierra. Y, no obstante, el incipiente acortamiento de las distancias no cesa en su relación de inmediatez con los objetos (Arendt, 2003: 278-279).
Una tercera pista, de carácter estructural, se relaciona con la función de la autoridad como un sostén de presunciones sobre la transmisión: se establece entre alguien que manda y alguien que obedece en razón del reconocimiento de una jerarquía. Pero no se apoya en razones comunes ni en un ejercicio del poder. Tampoco en el uso de medios de coacción. Pues la argumentación coloca a la autoridad en un estado de latencia. Por lo tanto, la autoridad se convierte en un sostén de presunciones en la medida en que se asume a los adultos y sus antepasados como la figuración de un ejemplo de grandeza para la generación posterior. Es en la relación etimológica de la palabra autoridad con el sentido de una fundación la cual nos señala la oportunidad de devolver el efecto de maravillosidad sobre las cosas del mundo (Arendt, 1996: 103; 104; 130; 133).
En interlocución con esa coyuntura, el uso de la expresión «aula» o «clase» fue común en idioma castellano para designar una estancia donde el profesor enseñaba su ciencia a lo largo del Medioevo y, sin embargo, la configuración de un «aula de clase» se empezaría a utilizar en la lengua inglesa sólo a fines del siglo XVII. En este marco referencial, el vocablo latino schola se utilizó en relación al ámbito de autoridades de la enseñanza elemental —hasta el momento ejercida en casas, municipios e iglesias—. Una escena de niños agolpados en torno a un maestro que apenas conocía los rudimentos de la lectoescritura (Hamilton, 1989).
Ya señalado como un umbral de la época moderna, la Reforma fue un cisma que llevó a las iglesias a replantearse su relación con los fieles: la competencia de las diferentes confesiones tornó imperioso tanto el ejercicio de interiorización de las creencias como el control sobre ellas con el fin de evitar la dispersión de la feligresía. Ese trabajo sobre el sí mismo —quién se es, qué se quiere y en qué se cree— es característico del modelo de escuela disciplinaria. En ella, la labor sobre la consciencia no se dirige a imponer una obediencia bajo amenaza de violencia sino a la búsqueda de una obediencia reflexiva en el individuo. Una suerte de «buena conciencia». Tras ser agrupado, organizado y seleccionado, el individuo aún siente que se conduce a sí mismo (Foucault, 1995).
Ya en el pasaje del siglo XIX al XX se produjo una expansión global de la escuela como forma hegemónica, diría Pineau. En esta dirección, son varias las hipótesis sobre el triunfo de la escuela: que se trató de un epifenómeno de las políticas de alfabetización masiva; que se trató de un dispositivo de generación de ciudadanos; o bien, que se trató de una mera reproducción de la desigualdad social. No obstante, no se debe confundir la escolarización con otros procesos sociales: ¿cuán legítimo es ubicar el sentido de lo escolar por fuera de lo escolar? Pues, en consonancia a nuestra cita de Masschelein y Simons, una cierta idea de lo escolar ha trascendido las penurias del tiempo con un mérito que va entero de suyo (2016: 27-30).

De la forma a la esencia: la transmisión en la escuela
En la línea de Jorge Larrosa, la publicación de Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die transzendentale Phänomenologie de Edmund Husserl en el año 1938 —el apogeo del nazismo— no es tanto un señalamiento de crisis epistemológica sino una nueva oportunidad en torno a la indagación de aquello que enunciamos como la concomitancia entre el saber escolar y la vida de los hombres. En ella, el saber científico-técnico no tiene nada que decir sobre el sentido o la ausencia de sentido en la existencia humana. Por lo tanto, el chasco es cómo la riqueza de nuestros saberes positivos es inversamente proporcional a la indigencia de una humanidad abandonada a los embates del destino. Pues, en ese acoplamiento, todas las formas del mundo, todos los ideales y todas las normas son contingentes (1997: 49).
Por un lado, esa indigencia de sentido es deudora de la extinción de la tradición que nos relató Arendt. El «ahora» es una brecha entre el pasado y el futuro, si bien no estamos equipados ni preparados para razonar qué significa eso. Otrora, desde la fundación de Roma al descubrimiento de América, la tradición cumplía esa función. Pero hoy la reflexión sobre la tradición es una experiencia restringida a los intelectuales. De allí la atracción de Hannah Arendt por Søren Kierkegaard, Friedrich Nietzsche y Karl Marx, los intelectuales que trabajaron la caída de la tradición como tópico, con énfasis en la conciencia de esta última, tan solo atestiguable en la exaltación romana de la cultura helénica o la exaltación renacentista de inspiración greco-latina. Tras una larga cavilación, nos encontramos con un señalamiento justísimo si hemos de adentrarnos luego en la domesticación de la escuela: cuando la tradición pierde su fuerza, el poder de las categorías desgastadas se vuelve más tiránico (1996: 19, 31-32).
La introducción de una articulación fenomenológica sobre la transmisión que tenga en cuenta la forma de la escuela y la materialidad del oficio docente nos llevaría entonces a asumir la empresa de trabajar sobre la resignificación de los contenidos de la conciencia. Pues, en tanto la conciencia de la experiencia es indicativa de una reflexión y en tanto esa reflexión nos conduce a la aprehensión del fenómeno, la mirada fenomenológica se atreve a colocar la experiencia en epojé o «en suspenso»: un paréntesis que detiene la operación significación con la intensión de iluminar otros sentidos. Ante la pregunta sobre un objeto, el fenomenólogo se alejaría de la dimensión espacio-temporal en favor de la esfera subjetiva, de la experiencia o de la vivencia del objeto (Jiménez y Valle, 2017: 33; Aguirre y Jaramillo, 2012: 54-55).
Por otro lado, tras la extinción de la tradición nos encontramos con una contingencia de formas, ideales y normas que es funcional, de acuerdo con Arendt. En esa égida, los valores son productos sociales que carecen de un significado inextricable. Son tan contingentes como los vínculos sociales o las relaciones comerciales. Y, en su contingencia, se convierten en objeto de cambio, con un valor según su uso. De allí también el interés de Hannah Arendt de avanzar en uno de sus ensayos críticos sobre la obra de autores que coinciden en este cuestionamiento de la jerarquía tradicional de la condición humana —entiéndase, la disyuntiva entre la exaltación de la contemplación sobre la acción o viceversa— (Arendt, 1996: 45).
Al interior de la contingencia, la suspensión de la experiencia educativa en sentido fenomenológico conlleva una especial atención sobre el orden de experiencias precedentes, donde la vivencia no se reduce a una satisfacción de urgencias ni a la inclusión en un orden simbólico, sino al reconocimiento de un régimen de intercambios sostenidos en potencia. Con ello se intenta no obturar de antemano la producción de sentido en relación a la positividad de lo prescrito, normado y regulado. Y, en esta dirección, lo que termina en epojé o «en suspenso» es en verdad la actitud natural con la que atravesamos por las instituciones en lo cotidiano (Jiménez y Valle, 2017: 34-40; Aguirre y Jaramillo, 2012: 55-60).
En el centro, la cuestión de la autoridad se incluye dentro de esta «actitud natural». Ya esfumada del mundo moderno se manifiesta en el estado constante de crisis que rodea a las relaciones entre jóvenes y adultos en la escuela. Si bien, en relación a la educación de los niños, la autoridad se aceptó siempre a la manera de los imperativos categóricos, con argumentos a mitad de camino entre la naturaleza del niño —su estado de indefensión— y lo político del vínculo —la continuidad de la civilización—. Pero lo acuciante del asunto es reflexionar sobre cómo esa «actitud natural» incluso anterior a la vida política se encuentra morigerando las relaciones entre adultos y jóvenes o entre profesores y estudiantes porque las metáforas y modelos se tornaron caducos tras el ingreso en el mundo moderno (Arendt, 1996: 101).
De volver a Rancière, se sabe que la autoridad se construye en base a la explicación del maestro: se despejan los elementos simples del conocimiento y se realiza una aproximación de la simplicidad de los principios a la simplicidad de los hechos, una aproximación que no solo involucra la transmisión de conocimientos, sino la formación del espíritu en una lógica de regresión al infinito. Porque la búsqueda de razones a las razones no tiene un motivo de detenimiento en sí mismo, es una decisión en manos del docente. En esta operación, el docente establece el recorte del mundo en materia de estudio, a la vez que establece una distancia entre la materia enseñada y el sujeto a instruir. A partir de entonces se trata de una progresión que se proyecta sobre la base de la ignorancia y va en búsqueda del embrutecimiento o bien se proyecta sobre la base del reconocimiento y va en búsqueda de la emancipación (2007: 17-23).
En esta exploración, lo relevante de ese «paradigma de la progresión» que se intuye en diferentes pedagogías guarda relación con una lógica que ya fue abordada por Jacques Rancière y es pertinente traer a colación para pensar la forma de la escuela: esa distancia que los enunciados de lo escolar están abocados a reducir en términos de desigualdad social —en una discusión sobre la brecha entre cultos e ignorantes— es la misma distancia que delimita su entorno, a partir de la cual la escuela vive y se reproduce. En este entramado, la instrucción tiene dos consecuencias: confirma una capacidad en el acto mismo en que intenta reducirla o fuerza una capacidad que se ignora a reconocerse.
En interlocución con las Ciencias Sociales de los años ochenta, El maestro ignorante de Jacques Rancière salió al combate de un émulo sociológico, la teoría de Pierre Bourdieu, con su violencia simbólica y la autoeliminación de los sectores populares, una serie de conjeturas cooptadas, alteradas y abusadas al interior del debate político sobre la reducción de las desigualdades en Francia y el mundo, la más de las veces sin escalas sensatas. En este sentido, se señala una contradicción: de manera explícita, se formula una posible reducción de la desigualdad al tornar visibles las reglas de juego de la sociedad y la racionalización del lugar del aprendizaje en sus condiciones de existencia; si bien, de manera implícita, se advierte sobre de la vanidad de ensayar una reforma educativa en tanto la violencia simbólica es un fenómeno que genera sus propias condiciones de existencia. Esta situación nos lleva a una disyuntiva sobre la transmisión escolar: si las políticas pedagógicas en base a la reproducción de la cultura hegemónica y la accesibilidad de los desfavorecidos está en ciernes de figurar una pedagogía para pobres, ¿cómo es una escuela cuyas distancias y entornos no aplasten al individuo desde el inicio? Ello se resuelve de una manera u otra en una discusión sin saldo sobre la relación entre escuela y sociedad (2007: 8-11).
La embestida de las teorías sociológicas sobre la distribución desigual del saber, frente a las cuales el discurso pedagógico se ubicó como garante a los fines de evitar una cooptación elitista o de las tendencias progresistas que vendrían luego, con el énfasis puesto en la adquisición de una competencia cognitiva, una suerte de «aprender a aprender», nos remontan a la herencia socrática de la inteligibilidad de la existencia y su posibilidad de reforma, una idea al menos arrogante en cuanto no involucra la presentación de un recorte del mundo, sino la presentación de un recorte ya metabolizado del mundo en función de anticipar qué le conviene saber al otro y cómo le conviene aprenderlo. De esta manera, frente a quien detenta el saber, el otro se limita a desear y da forma a su deseo en función de los moldes ofrecidos. Pues, en un vicio de la emancipación, se tutela un proceso cuyo resultado fue enunciado. La escuela es dotada del poder fantasmático de reducir la fractura social a través de la transmisión de un saber (Larrosa, 1997: 34-43).
Aún en alusión a la obra de Larrosa, la llegada de los nuevos al mundo supone la resolución de un enigma que nos recuerda al encuentro de Edipo y la Esfinge en el camino a Tebas. Lo curioso del asunto es la temática de los enigmas versados en aquella ocasión al peregrino, que lo interrogaban acerca del amanecer y el ocaso de los hombres. En el anudamiento, es notable la tensión entre los enunciados de Hannah Arendt y Jacques Rancière allende a la palmaria coincidencia acerca de la igualdad como un supuesto fundamental para convidar una elucidación de la vida de los hombres. Por un lado, según Arendt, esta bienvenida se traduce en la pregunta «¿quién eres tú?, con la cual se inicia el diálogo intergeneracional. En ella, si bien la igualdad de origen es una suposición, el acento se encuentra en la capacidad de acción del sujeto para enunciar lo que hizo, lo que hace y lo que hará entre los hombres. Por otro lado, en Rancière, esa pregunta transmuta en tres inquisiciones y entonces el acento se corre hacia la igualdad de origen: «¿Qué ves? ¿Qué piensas? ¿Qué harías?». Los hombres se deben a sí mismos y a su prole la escritura de una carta magna sobre la conciencia de sus competencias. En este planteo, la familia ocupa un sitio en la trama de la emancipación. Pues, si el cambio está sujeto siempre a una ciencia que nos resulta ajena y si el lugar que nos han asignado nos conduce a no hacer nada, la familia será la cuna de la incapacidad. Un segundo intento de domesticación de la escuela (Arendt, 2003: 202; Rancière, 2007: 54-80).
De momento, en relación al eidos o forma de la escuela, la explicación es una operación que separa a la escuela del mundo, pues, al mismo tiempo que coloca una materia de estudio sobre la mesa, separa a los que explican de los que aprenden y a los que saben de los que no saben. Esta separación, casi una segmentación, va más allá de la mera distinción de saberes. En efecto, tras la conciencia de esa separación es posible que cada uno de nosotros internalice el lugar que ocupa y atestigüe cómo la posibilidad de ascenso viene ligada a una inevitable subordinación. Si bien la separación de la escuela es cara a la idea de antidestino, ello no significa que su transitar fuese a ocurrir sin un costo.

No sin el capitalismo. La materialidad del oficio docente
El disciplinamiento es una clave de lectura ineludible en la comprensión del pivotaje de la sociedad occidental entre el ocaso del siglo XIX y el amanecer del XX. En este horizonte, Byung-Chul Han vuelve a la etimología del término industria en su acepción latina —alejada aún de la máquina y más cercana a la laboriosidad del cuerpo—. En el periplo de la semiosis, con el avance de la expresión «industrialización» sobre la maquinización del mundo, el vocablo coligió asimismo el disciplinamiento del hombre. Empero, ¿es todavía solvente el modelo disciplinar en su explicación de la sociedad actual?
A criterio del filósofo surcoreano, el encierro y sus prototípicas derivaciones —el psiquiátrico, la cárcel y la fábrica— están vacíos de sentido. Si la marca que moldeó a las subjetividades del siglo XX se distinguió con el semblante del «no puedo» —es decir, una expresión coercitiva del poder—, la sociedad del siglo XXI se desprendió de esa negatividad y floreció en la primavera de un enfático «puedo», en la evidencia de un jardín comercial de multinacionales con slogans de superación personal.
En ésta, la denominada «sociedad del rendimiento», no existe una relación de sojuzgamiento entre el soberano y el esclavo. Pues, en términos éticos, el sujeto del rendimiento se explota a sí mismo, aun cuando esa explotación tome el cariz de la autoayuda y se encuentre acompañada de una fraudulenta sensación de libertad. En el hiato de los paradigmas, el capitalismo se adaptó a los efectos negativos de la prohibición y creció de maneras amistosas, permisivas e inclusivas. En consecuencia, de maneras no tan evidentes (Han, 2012; 2013; 2016).
De acuerdo a Masschelein y Simons, es en la maximización del rendimiento que la escuela marcha con recato hacia el filo de la guillotina: su carácter superfluo la torna una institución anticuada y, en esta dirección, se enfrenta a una vertiginosa necesidad de reforma. La obra de ambos se resiste a esta condena injusta, aboga por su absolución y confía en la banalidad de los alegatos. Tras la necesidad de reforma se esconde un cierto temor al «tiempo libre» de la skholè. Pues se trata del ofrecimiento de un espacio-tiempo foráneo a la lógica capitalista y donde se trasforman los conocimientos en «bienes comunes». La potencia contenida en la escuela es el detenimiento sobre la linealidad de una secuencia para sustraernos, erguirnos y renovar el mundo. Esta misión es cercana a una idea que introdujimos en el apartado anterior. Pero, de momento, se destaca el futuro de la escuela como una cuestión pública: In defense of school, el título original del escrito canónico de los belgas, se podría interpretar como una «apología» o «elogio de la escuela». De allí su formulación jurídica.
En su apuesta, los intelectuales de la Universidad de Lovaina coinciden con Jacques Rancière en la urgencia de efectuar una detención sobre la significación de la relación entre el individuo y la sociedad con la intensión de encontrar otras significaciones sobre la atribución de igualdad a los individuos reales o a su unión ficticia, a sabiendas que la idea de sociedad conlleva unos cuantos matices de ficción. Es decir, si se desea el detenimiento de ese embrutecimiento característico de una educación sin reconocimiento, tal vez sea suficiente solo con un detenimiento. En el meollo del rendimiento se vuelve una vez más sobre lo imperioso de una experiencia consciente de esa epojé o suspensión fenomenológica (Rancière, 2007: 166).
Tras la suspensión, nos impactará una intuición: al entrar en la escuela, el niño entra en el mundo. Por ello en la transmisión la escuela viene a (re)presentar el mundo frente al niño, aunque se trate solo de un recorte, y los adultos asumen allí una responsabilidad tanto sobre la criatura en crecimiento como del libre desarrollo de sus cualidades. Una responsabilidad con contradicciones: a pesar de no haber deseado un mundo así o de haber soñado un mundo asá. En una manera u otra, la asunción de una responsabilidad sobre el mundo se torna en autoridad y, en este esbozo, la idea de autoridad una dimensión de cuidado. De cara al pizarrón, está en juego el cuidado de los jóvenes ante el mundo y del mundo ante los jóvenes frente a un capitalismo que promete agotarlos (Arendt, 1996: 200-204).
La escuela es alienante, corrupta y desmotivadora, ruge la turba mientras el condenado se dirige al filo de la guillotina. Pero aún nos quedan algunos argumentos sobre el eidos o la forma de la escuela. Ya en sus orígenes la escuela irrumpió como una invención política cuya existencia fue contrariada debido al quiebre de un orden: el mérito, la casta, la raza, la clase o el estamento son categorías tensionadas en el intento de distribución igualitaria de ocio consagrado al estudio. Si el lector ha seguido la articulación con atención, se insiste en una forma que disloca la articulación entre la marca de origen y el destino de los hombres (Masschelein y Simons, 2014, 25-28).
A esa forma se dirigen los intentos de domesticación. Una primera domesticación de la escuela es relativa a su funcionalidad en la sociedad capitalista, a la meritocracia de los procesos de selección y, por lo tanto, a un sentido sesgado sobre el valor en el mercado laboral. Una segunda domesticación de la escuela se vincula a un lugar adjudicado como extensión del entorno de crecimiento de los jóvenes y, en este sentido, a su capacidad de facilitar un espacio suplementario al de la institución familiar. En ambas tentativas se favorece una función productiva en sentido económico en detrimento de una función democratizadora e igualitaria. Y, en estos términos, los establecimientos «escolares» de la actualidad se encuentran altamente desescolarizados. Con prudencia, se debería reservar la noción de escuela a la espera de formas que inauguren el «tiempo libre» una vez más (Masschelein y Simons, 2014: 30-31).
La escuela transmite de la única manera que sabe hacerlo: en un recorte, se convierte el mundo en materia de estudio. Sin embargo, después del recorte, lo singular del asunto es que el objeto de estudio no revelará de inmediato los vestigios de su vínculo con el mundo. Si bien éste proviene o deriva de allí, la coincidencia no es un requisito. Porque, ya en el currículum, el objeto adquiere el estatuto de materia. Ello significa un despojo de las convenciones de origen luego del cual el material ya no será la pertenencia de un grupo social. Y, en este sentido, no sería adecuado hablar de una «apropiación» por parte del currículum. En todo caso, lo que ocurre es una operación de profanación, en términos de una desacralización del contenido en sus usos convencionales. Tras esa operación, la matemática es valiosa en sí misma y así también lo son cada una de las disciplinas del currículum. Pero los laureles de la desacralización no son conseguidos en la invención del aula, del pupitre, la pizarra y su disposición, sino en una versión de la presencia del profesor: la pizarra detrás será la ventana al mundo (Masschelein y Simons, 2014: 40-41).
«El museo es una escuela», manifestó la instalación itinerante de Luis Camnitzer en la fachada de diferentes museos entre los años 2009 y 2014. A ello añadía, «el artista aprende a comunicarse, el público aprende a hacer conexiones». La intención del artista fue reavivar el debate sobre la relación entre la escuela y otras instituciones asociadas a la consecución de proyectos educativos en sentido lato. Así, esta instalación nos devuelve de manera inversa a la meditación solemne sobre una pregunta incómoda: ¿por qué un museo o, llegado el caso, cualquier otra institución, no es una escuela? Porque en un museo se exhiben objetos, diseños y arquitectura. Es decir, representaciones. Y, en esta medida, en él se aprende a través de mensajes que se despliegan en la formación de una cierta mirada de espectador. Pero un museo no es una escuela porque la escuela no persigue en sí misma el aprendizaje, aunque ello suene descabellado. Y, si suspendemos la idea un momento, nos daremos cuenta de que la identificación de la escuela con un ambiente de aprendizaje nos ha privado durante un largo tiempo de la visión de lo típicamente escolar. Ya que el aprendizaje se experimenta en varios escenarios. También en la escuela, claro. Pero no solo dentro de la escuela. Pues, en sentido estricto, la tarea de la escuela es concentrarse en una materia de estudio: implicarse, comprometerse y profundizar en ella. La tarea de la escuela es estudiar (Dussel, 1999: 23-48; Masschelein y Simons, 2014: 84-85).
La cita de Pablo Pineau unas páginas atrás vino a colación de recuperar la noción de expansión global de la escuela como forma hegemónica del siglo XIX al XX, una expansión en razón de la cual se barajan unas cuantas hipótesis: a saber, que se trata de un epifenómeno de la alfabetización masiva, de un dispositivo de generación de ciudadanos o bien de un sistema de reproducción de la desigualdad social. Si bien la última de estas hipótesis fue trabajada con suficiente detenimiento en el encono de Rancière contra los argumentos sociológicos de los años ochenta. En todo caso, lo llamativo del asunto es cómo las hipótesis de la expansión colocan la eminencia de lo escolar en lógicas externas, haciendo a un lado la cuestión de la transmisión.
Por un lado, la escolarización como epifenómeno de la alfabetización masiva se construye sobre una fórmula demagógica en múltiples dimensiones. Si bien es cierto que desde el siglo XIX en adelante la práctica de la lectura es excluyente como competencia que define el acceso al conocimiento escolar, también es cierto que esta cláusula de inclusión derivó en una homologación insidiosa de los términos analfabetismo e ignorancia. O sea, de una clasificación de aquello que ha caído por fuera como «ignorante». Una homologación al menos problemática, en tanto invisibiliza una gran cantidad de saberes tradicionales cuya circulación se produjo, se produce y se producirá de manera oral. Sí, el avance de los sistemas escolares de la modernidad dejó a su paso un sometimiento al canon escolar. No, ello no esfuma ni evapora la evidencia sobre los altísimos porcentajes de analfabetismo en plena abundancia de la imprenta. Por lo tanto, la asociación entre el libro como soporte, la lectura como práctica y la escuela como forma es específica a la circulación de los manuales escolares siglo XIX. Es decir, se trata de dos fenómenos sociales diferentes con un brevísimo y formidable encuentro. Pero, tal como enuncia Jorge Larrosa al rememorar a Violeta Núñez y ésta última a Walter Benjamin: de ocurrir una transmisión, el lenguaje llevará la marca del que transmite y, en esa transmisión, la lengua estará ligada tanto a la experiencia del que habla como a la experiencia del que escucha. Una vez más, la idea de lo escolar trasciende las penurias del tiempo con un mérito que va entero de suyo (Chartier, 2010: 23-25; Larrosa, 2008: 23-30).
Por otro lado, la formación del individuo como sujeto cívico es una de las tareas que mayor interés despertó en educadores, teóricos y filósofos de la educación. Tras el auge de la learnification, la insistencia en la función democrática de la escuela fue acompañada de un cúmulo de demandas cuyo efecto más inmediato es una sensación de asfixia sobre la tarea de estudiar el mundo. Pues, si solo se transmite un recorte del mundo en función de su demanda social, la domesticación de la educación es inevitable. En la learnification se facilita una visión económica del proceso educativo en la cual el estudiante conoce su deseo y el mercado educativo satisface su demanda. Una coincidencia con Larrosa sobre la limitación del deseo en función de los moldes ofrecidos. Ello equivale a hacerse a un lado de la responsabilidad como forma de construcción de la autoridad y a una renegación de la dimensión del cuidado. En el medio, la idea de estudio es borrada de la escena pedagógica, una cuestión que indudablemente nos remonta a la problemática de la educación como un acontecimiento ético (Bárcena Orbe, 2000: 31; 2016: 268-270).
Arendt dijo que la autoridad se esfumó del mundo, solo resta una suerte de imperativo natural entre la indefensión del niño y la continuidad de la civilización. Rancière dijo luego que la autoridad está ligada a la explicación del maestro, a la relación entre el estudiante y el conocimiento. A mitad de camino, Masschelein y Simons describen la autoridad en la manera como el profesor lidia con las cosas del mundo, les da una forma concreta y les enseña a sus estudiantes, señalando lo que allí hay de valioso —un llamado de atención sobre el cuidado—. Por lo tanto, la autoridad es relativa al hallazgo de un interés. Mas, lejos de ese hechizo de las pantallas tan común en la cultura massmediática, el interés en cuestión es un inter es —en referencia a la raíz latina del vocablo que viene a significar «eso entre nosotros»—. Un encuentro en torno a la materia de estudio que reanima la dimensión del cuidado sobre el mundo y quienes lo habitan, una dimensión inherente a la transmisión escolar. Por ello, en tanto se niegue el acceso a la skholè, al hallazgo de un inter es, la escuela desescolarizada le negará a los nuevos la posibilidad de constituirse en jóvenes y los relegará sin pena ni gloria a una renovación imaginaria (2014: 94-95).
A fin de cuentas, en referencia a la transmisión escolar, ¿cuál es entonces la forma de la escuela o qué hace a una escuela en cuanto tal? Lo reflexionado sobre la forma de lo escolar se resume en una serie de acciones que generan sus condiciones de existencia: en un comienzo, la admisión de los sujetos en calidad de estudiantes, tras la suspensión de los intentos de domesticación de la institución familiar y del orden social; al mismo tiempo, el dejar sin efecto el orden y el uso convencional de las cosas, en una profanación o desacralización del contenido; luego de ambas maniobras, se inaugura la skholè o la existencia de un «tiempo libre», en un ocio consagrado al estudio del mundo; en esta delimitación, se les habilita a los sujetos la posibilidad de convertir un objeto del mundo en materia de estudio, al colocarlo sobre la mesa como una «cosa común»; más el sostenimiento de esta forma en el tiempo se encuentra vinculada a la capacidad la escuela para generar ese inter es o bien reanimar la dimensión del cuidado, de vuelta a la encrucijada o punto de inflexión entre el amor a los recién llegados y el amor al mundo (Masschelein y Simons, 2018: 22).
La escuela de la Modernidad, en el esplendor de su domesticidad, colocó una materia de estudio sobre la mesa y, en un mismo ademán, colocó a su lado el manual escolar de un maestro explicador. Con el correr del tiempo se multiplicaron los dispositivos, los soportes y las instrucciones de desescolarización, en una lógica de maximización de la producción coherente con la sociedad capitalista. Sin embargo, la materia de estudio sobre la mesa se desvaneció y, en el agobio del hostigamiento, la escuela se limitó a la emisión de un reflejo de esa demanda sobre los recién llegados al mundo: la demanda es aprender, aprender a aprender y después aprender más. Por el hecho de aprender. Así, casi sin darnos cuenta, también desapareció la consigna. Aunque, si la escuela tiene suerte, los nuevos clamarán a la Esfinge la formulación de un enigma —la materia, la consigna y el estudio— que no los estafe en el porvenir de una ilusión a cambio de la ilusión de un porvenir.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Datos de autor
Federico Gastón Waissmann | Argentino

Profesor de Psicología en la Universidad Nacional de Rosario. Psicólogo egresado de la Universidad Nacional de Rosario. Especialista en Lectura, Escritura y Educación, FLACSO, Argentina. Maestrando en Ciencias Sociales, Universidad Nacional del Litoral. Coordinador del Taller de Acción Educativa del Profesorado en Psicología, Facultad de Humanidades, Artes y Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Entre Ríos, Paraná.
E-mail: federicowaissmann@gmail.com

Fecha de recepción: 27/10/2019
Fecha de aceptación: 16/11/2019

 

del prudente saber y el máximo posible de sabor es una publicación de periodicidad anual (enero a diciembre de cada año) editada por la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de Entre Ríos (Paraná, Argentina). Su objetivo es difundir resultados de investigaciones y producción teórica en el campo de las Humanidades y las Ciencias Sociales, publicando textos inéditos. El contenido de la revista está dirigido a investigadoras/es, docentes, estudiantes de grado y posgrado en los campos del conocimiento antes mencionados. Se reciben textos en español que son revisados inicialmente por el equipo editorial, y tras comprobarse que reúnen los requisitos formales y los estándares científico-académicos, son enviados a evaluadoras/es expertas/os en el tema, externas/os (sistema de arbitraje doble-ciego, a fin de garantizar el anonimato de autoras/es y evaluadoras/es).