Educación y Vínculos. Revista de Estudios Interdisciplinarios en Educación
Universidad Nacional de Entre Ríos, Argentina
ISSN-e: 2591-6327
Periodicidad: Frecuencia continua
núm. 15, enero - junio de 2025
Artículos
Force of law. Critical reflections about the process of construction of school coexistence in secondary school context in Tucumán
Recepción: 31 marzo 2025
Aprobación: 04 junio 2025
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Resumen: En el presente artículo se intenta examinar, críticamente, determinados aspectos del proceso de construcción de la convivencia escolar desde las coordenadas políticas que se asumen para tal fin, esto es, propender hacia una escuela en que sus actores participen en la construcción de normas y recuperen su valor educativo, se construya una autoridad democrática desde la posición del adulto, se trabaje en la promoción de climas relacionales saludables y se aborde en forma colectiva lo disruptivo de la violencia escolar desde una lógica reparatoria de la legalidad del vínculo con el otro. Básicamente, este análisis surge como producto de la reflexión, por un lado, de la práctica como miembro de equipos de orientación escolar, que dependen del Ministerio de Educación de Tucumán, en los niveles primarios y secundarios del departamento de Burruyacu en la provincia de Tucumán y, por otro, en tanto miembro de la Comisión de Evaluación de los AEC durante el inicio de esta política. Por ello, los núcleos analíticos para abordar e intentar comprender la complejidad del fenómeno en curso son: a) la textualidad de lo legal como fin político; b) el distanciamiento político-relacional en el proceso de acompañamiento; y c) ausencia de reconocimiento institucional.
Palabras clave: convivencia escolar, acuerdos escolares de convivencia, participación, lógica disciplinaria, acompañamiento institucional.
Abstract:
This article attempts to critically examine certain aspects of the
process of building school coexistence from the political coordinates that are assumed for this
purpose, that is, to tend towards a school in which its actors participate in the construction
of rules and recover their educational value, to build a democratic authority from the position
of the adult, to work on the promotion of healthy relational climates and to address
collectively the disruptive aspect of school violence from a reparatory logic of the legality of
the link with the other. Basically, this analysis arises as a product of the reflection, on
one hand, of the practice as a member of school guidance teams, which depend on the Ministry
of Education of Tucumán, in the primary and secondary levels of the department of
Burruyacu in the province of Tucumán and, on the other hand, as a member of the
Evaluation Commission of the CET during the beginning of this policy. Therefore, the
analytical cores to approach and try to understand the complexity of the current phenomenon
are: a) the textuality of the legal as a political end; b) the political-relational
distancing in the accompaniment process and c) absence of institutional recognition.
Keywords: school coexistence, school coexistence agreements, participation, disciplinary logic, institutional accompaniment.
Históricamente la escuela, desde su génesis misma, se organiza en torno a los cimientos establecidos por las sociedades disciplinarias de la modernidad: la vigilancia, el control, el castigo, el moldeamiento de los comportamientos individuales y la idea de normalidad (Pineau, 2001). Específicamente, en lo referido a la escuela secundaria, esa base ideológica de lo escolar reposa sobre normativas y prácticas concretas de la realidad educativa. Así, el Reglamento general para los establecimientos de enseñanza secundaria, normal y especial, (que se sancionaen el año 1943), representa la norma que instrumenta, de manera concluyente, el orden disciplinario en las escuelas, los deberes y los derechos de los sujetos. Por ejemplo, el reglamento especifica que:
Los deberes de los alumnos se establecieron de manera taxativa en relación a aspectos tales como la obligación de respetar a sus superiores, observar una buena conducta dentro y fuera del establecimiento y conducirse en las clases con aplicación y cultura, entre otros (Álvarez Prieto, 2010: 3).
Este ordenamiento normativo también inscribe las modalidades de sanción y castigo: «estas eran, en orden de importancia, la/s amonestación/es, la separación temporal del establecimiento, la expulsión y, llegado el caso, la expulsión de todos los establecimientos de la República» (ibíd.). El poder de decisión sobre el tipo de sanción que se aplica va cambiando de nivel jerárquico de acuerdo a la gravedad de la misma: aquellas más leves, las amonestaciones y la expulsión temporal (no mayor a un año), son potestad del director o del rector; y las más graves, la expulsión definitiva de todos los establecimientos, son resueltas por la Dirección General de Enseñanza. La implicancia o efecto de este tipo de falta grave es preciso:
La expulsión implicaba la pérdida de la condición de regular del alumno en tanto quedaba inhabilitado a continuar sus estudios en otro establecimiento durante el curso escolar. Entre las causas de expulsión definitiva figuraban faltas tales como la inmoralidad grave, el menoscabo reiterado del respeto a profesores o autoridades, una notoria mala conducta dentro o fuera del establecimiento, así como todas las que el Consejo de Profesores considerase. (Álvarez Prieto, 2010: 4)
Este sistema de disciplinamiento de conductas y de regulación del orden, también denominado sistema de amonestaciones, domina todo el escenario escolar por más de media década sin que sufra modificaciones significativas en su normativa. Ni siquiera la dictadura militar, con su impronta represiva y persecutoria, lo transforma en esencia: sólo se incluyen como faltas graves el atentado o rechazo a los símbolos patrios. Así, el orden normativo de la escuela secundaria construye, a base de cristalizaciones y naturalización de sentidos, un macizo disciplinario que coexiste hasta nuestros días. La pregnancia del mismo se evidencia en las normas, las prácticas, las instituciones y las representaciones de sus actores y actoras.
Ese paradigma de regulación y control social comienza a perder consistencia, en estas últimas décadas, a partir de las críticas provenientes de diferentes disciplinas científicas (sociología, psicología, pedagogía), del desarrollo de nuevas perspectivas filosóficas dentro del derecho (derechos humanos, derechos del niño, niña y adolescente), las transformaciones societales (nuevas configuraciones familiares, políticas de género, revalorización sociocultural de minorías) y la crítica a la escuela como espacio de homogeneización y disciplina (fallas en el sistema punitivo como regulador conductual, naturalización de la asimetría de poder, exclusión de las conductas diversas o consideradas anómalas).
Estas condiciones crean la posibilidad para pensar e instituir un nuevo orden de legalidad escolar. De esta forma, el paradigma de la convivencia escolar o enfoque democrático emerge con fuerza en la agenda educativa nacional e internacional. Sintéticamente, este modelo propende a crear un ambiente escolar saludable, inclusivo y respetuoso para todos los miembros de la comunidad escolar. Las coordenadas que configuran este nuevo entramado vincular en la escuela son:
La participación de sus miembros: a diferencia del sistema punitivo y jerárquico que asume una perspectiva adultocéntrica, la concepción democrática de la convivencia parte de la premisa social que la participación de todos los miembros que integran el escenario escolar es vital para la regulación de las relaciones. Por ejemplo, resulta necesaria la participación de los y las alumnas en la construcción de los acuerdos de convivencia que constituyen el tejido normativo de la escuela. Este hecho permite que los y las estudiantes puedan asumir responsabilidades sobre sus actos, sientan pertenencia por la institución y (re)conozcan los límites y efectos de sus comportamientos.
La democratización de las decisiones: una cultura democrática en la escuela promueve el consenso y la construcción de decisiones institucionales en pos de garantizar derechos y la armonía institucional. El cambio de escuela de un o una alumna, de acuerdo a lo que establecen las actuales normativas, es materia de deliberación y acuerdo entre el colectivo multiactoral encargado de la convivencia; en consecuencia, este esquema democratizador disuelve el verticalismo decisional y la sobrecarga de responsabilidad que recae, desde los comienzos del sistema educativo, en el director o la directora.
El carácter comprensivo y contextual del análisis de los fenómenos de violencia: la variable alumno-problema pierde consistencia como unidad de análisis para interpretar los hechos de violencia que acontecen en la escuela. De este modo, opera un pasaje desde una mirada simple y escotomizada —que busca culpables y sanciones ejemplares— a otra compleja y multicausal que intenta comprender la violencia en relación al contexto institucional y social en la que está incardinada. Por ello, la subjetividad escolar outsider —por ejemplo, el alumno que hostiga a otro—, tiene que ser comprendida dentro del sistema socioescolar en el que está implicado.
El enfoque desde la promoción de climas saludables y la prevención de la violencia: Un principio fundante de esta filosofía escolar es la promoción y enseñanza de valores como el respeto, la tolerancia, la empatía y la solidaridad. La idea de la educación emocional aparece como una realidad necesaria en este contexto de promoción. Además, se busca prevenir situaciones de conflicto o violencia a partir del análisis institucional.
El abordaje alternativo y comunicativo de los conflictos: igualmente, el abordaje de los conflictos escolares muta palmariamente. Se promueve la escucha activa, el diálogo, las comisiones o consejos de convivencia como órganos de resolución pacífica, la mediación y la negociación como herramientas escolares para la construcción de acuerdos. La idea del castigo —las amonestaciones o la expulsión— como herramienta para la solución de los problemas relacionales en la escuela —y como mecanismo para que las personas aprendan a comportarse— queda disuelto desde esta perspectiva más humanista.
El valor pedagógico y reparador de la sanción: el enfoque de la sanción que se adopta transforma el sentido disciplinario y expulsivo —propio del sistema escolar moderno— en una concepción democrática, del derecho y educativa. Desde esta perspectiva, la sanción se encuadra alrededor de algunos ejes: restablecer el límite de la convivencia escolar transgredida, instituir un estado de justicia reparativa, abordar la transgresión como una instancia de aprendizaje sobre la responsabilidad y, al mismo tiempo, estructurar el acto de la sanción dentro de un proceso educativo continuo e inclusivo.
De este modo, el sistema escolar en nuestro país en las últimas dos décadas1 inicia un proceso de reorganización de todo su tejido normativo e institucional para pensar las formas de regulación e intervención escolar frente al conflicto (Onetto, 2014; Barreiro, 2010).
Núñez y Litichever (2015) describen, en general, las características de este inicio procesual:
Desde fines del siglo pasado comienza un proceso de búsqueda de democratización del espacio educativo, con la intención de generar las condiciones y las posibilidades para la convivencia de distintos sectores en un mismo espacio. Entonces, en pos de generar un ambiente más armónico, se considera fundamental revertir la mirada en torno a las y los jóvenes y su posibilidad de participación en las decisiones en las escuelas. En este proceso se comienzan a revisar los regímenes disciplinarios y se impulsa a cada escuela a elaborar sus propios Acuerdos de Convivencia y a conformar Consejos de Convivencia para la regulación de las relaciones entre los distintos actores en el ámbito escolar, teniendo en cuenta sus propias realidades y contextos. La nueva mirada sobre convivencia busca propiciar un clima democrático y participativo en las escuelas. (p. 39)
A nivel nacional, es la Resolución Nº 93/09 del Consejo Federal de Educación (CFE) la que instituye, entre otras cuestiones, un nuevo régimen de convivencia para las escuelas secundarias del país. Igualmente, en el año 2013 se promulga la Ley Nº 26892 para la Promoción de la convivencia y el abordaje de la conflictividad en la escuela. De esta forma, se establecen nuevos sentidos para la intervención escolar, la prevención de la violencia escolar y la promoción de climas saludables de convivencia. Al tiempo que se instituyen nuevas legalidades, se definen líneas políticas para instituir e impulsar el nuevo paradigma escolar de la convivencia. De esta forma, se crea el Programa Nacional de Convivencia Escolar, el de Mediación Escolar y el Observatorio Argentino de la Violencia en las Escuelas: materiales didácticos para docentes, guías orientativas de intervención, capacitaciones a docentes en abordajes del conflicto y estudios empíricos (cuantitativos y cualitativos) sobre la violencia en las escuelas, conforman todo un tándem político-operativo para instituir otro horizonte de socialización escolar. Por su parte, a nivel provincial, el anclaje local del Programa de Convivencia Escolar, la Resolución Nº 1223 (2011) para el nivel secundario y la Resolución Nº 16552 (2015) para el primario e inicial, modifican el enfoque, las condiciones y los procedimientos para abordar las situaciones de violencia escolar.
No obstante, los datos que se constatan en la realidad escolar local no son alentadores, en términos procesuales, a todo este ideario3. En la práctica, y dentro de los observables que se perciben, los acuerdos de convivencia escolares aparecen, en muchos casos, como construcciones aisladas y unidireccionales; las comisiones escolares de convivencia adquieren, por lo general, una débil constitución y representatividad institucional y, de igual modo, adoptan una función estrictamente punitiva. Asimismo, más allá de algunos espacios de capacitación promovidos estatalmente, resultan evidentes dos cuestiones para la mayoría del colectivo docente: una representación disciplinaria en torno al conflicto y la sanción y, paralelamente, la escasa formación y/o preparación en la lectura y el abordaje alternativo y global para la resolución de la violencia en la escuela.
¿Cómo interpretar estos indicadores que se vislumbran del proceso? Sin dudas, para comprender más ampliamente el fenómeno es necesario poner de relieve ciertas condiciones de producción de gestión política, a nivel ministerial, que orientan el proceso desde una visión lineal, mecánica y descontextualizada. A modo esquemático, se presentan a continuación las viñetas analíticas de ciertos ejes de la gestión ministerial que explican, a nuestro criterio, el decurso de este proceso.
Una de las claves, a nuestro entender, para analizar el curso de la política educativa de convivencia a nivel local, es el papel que se le asigna, desde los espacios de gestión ministerial e institucional, a la construcción de la legalidad institucional: el Acuerdo Escolar de Convivencia (AEC). Esta textualidad institucional se organiza, desde lo prescrito, bajo el encuadre normativo que orienta la Resolución Nº 1223. De manera sumaria, las transformaciones que pretenden instituirse con esta norma operan en tres niveles: 1) cómo construir acuerdos de convivencia en la escuela; 2) la idea de norma democrática o acuerdo y 3) cómo intervenir ante la conflictividad en la escuela. Por este motivo, esta resolución enfatiza cuestiones tales como la elaboración plural y colectiva de los acuerdos (docentes, estudiantes, no docentes, directoras), el sentido formativo de la norma y la sanción dentro de un proceso de reparación subjetivo y, por último, la Comisión Escolar de Convivencia (CEC) en tanto órgano institucional de participación democrática y multiactoral para la resolución de conflictos y la prevención de la violencia.
Ahora bien, ¿cómo se instrumenta en las escuelas esta dirección política? En efecto, para inteligir este proceso, resulta necesario analizar el contexto de implementación de todo este entramado legal; más aún, es preciso ahondar en la génesis histórica de esta ejecución. En este sentido, si hay algo que caracteriza esta etapa es la rapidez o velocidad en los movimientos. Desde la publicación de la Resolución Nº 1223 (diciembre de 2011), hasta el inicio de las primeras acciones institucionales dista un período muy breve en meses; ello en sí mismo no representa obstáculo alguno. El problema o la cuestión aparece cuando se analiza el salto cualitativo que implica desmontar el sistema disciplinario-punitivo instituido en las prácticas y en la mentalidad de las y los actores por años.
Así, las escuelas secundarias de la provincia, fundamentalmente encarnadas en las figuras de las/os pedagogas/os y directores/as, comienzan un proceso acelerado de escritura/reescritura del AEC que es evaluado y monitoreado por la Comisión Evaluadora de los AEC. De este modo, los viejos dispositivos escritos, de regulación y disciplinamiento de las conductas (código de disciplina) se elaboran y escriben a partir de un nuevo formato o espíritu conceptual-político.4 Las primeras producciones escritas recrean, salvo contadas excepciones, la esencia de los códigos de antaño: compilado de prohibiciones y de deberes u obligaciones que el alumno o alumna debe cumplir.5 Esa es la trama escrita inicial que se elabora y que va cambiando su tenor y enunciación a partir de las observaciones de las comisiones.
Al contrario de esa celeridad procesual, el tiempo de validación del instrumento legal transita, los primeros años, por dilataciones burocráticas hasta su aprobación e instrumentación legal, lo que provoca en lo institucional un tiempo de incertidumbre. Esa brecha o, mejor aún, mora temporal abre una especie de limbo normativo en el escenario institucional: viejas reglas que siguen vigentes, pero están invalidadas en su formulación y concepción y una nueva normativa que carece de acreditación o validación ministerial.
Esta velocidad de ejecución provoca un desacople de tipo paradigmático en la estructura objetiva de la institución (organización del tiempo, del espacio de participación, de funciones y autoridad instituidas, el marco normativo jerárquico) y en la subjetiva de la mentalidad de las y los docentes (concepción punitiva como forma resolutiva, comprensión de los fenómenos reducido a la acción del alumno o alumna). En otros términos, los tiempos de la reestructuración política no se acompasan o traccionan a los formatos instituidos en la escuela, una institución con una fuerte raigambre disciplinaria. Por el contrario, estos macizos estructurales intentan ser reformulados a través de la sanción e implementación de la Resolución Nº 1223, en un intento formalista por parte de la gestión ministerial de modificar, con esta estrategia prescriptiva, las prácticas institucionales. La resolución, en esta política, aparece como lineamiento totalizante, dominante o exclusivo de acción para instituir, en las escuelas, otra organización escolar de los vínculos y los conflictos.
En simultaneidad con esta modalidad, el contexto de ejecución tiene como característica distintiva la ausencia orientativa; es decir, se implementan las reformas, tal como lo establece la normativa, sin que haya mediado un tiempo y un espacio dedicado a un intercambio informativo, de orientación, de adaptación o reajuste entre los equipos ministeriales (dirección, programas) y las instituciones secundarias. En consecuencia, la representación disciplinaria, punitiva y correctiva sobre el rol de la escuela y la autoridad que dominan hasta el presente el campo educativo, no son abordadas, escuchadas, reflexionadas y trabajadas. Por lo tanto, la reconversión institucional se traduce en un proceso mecanizado de instrumentalización normativa. Por esta razón, el constructo AEC, el cual posee en esencia un espíritu participativo y democrático, queda reducido a un criterio de definición tecnocrática: son los expertos (asesores, directores) quienes determinan su elaboración, organización y escritura. Así, el AEC es reconvertido, en su etapa fundacional, en un instrumento vertical y autoritario.
¿Cuál es la resonancia que, a nuestro juicio, tiene esta política en las instituciones de enseñanza secundaria de la provincia? Sin pretender ser exhaustivo o absoluto en la clasificación, dada la diversidad de variantes institucionales que pudieran existir, a modo esquemático es posible observar tres modalidades organizativas: por un lado instituciones que incorporan, de modo rígido y acrítico, la resolución como un instrumento normativizante de aplicación directa, sin una reflexión contextualizada, a ser materializada en la escena escolar; por otro lado, instituciones que ficcionalizan la incorporación del espíritu de la ley y consideran al AEC como trámite administrativo o documento escrito sin vitalidad de uso; y, por último, instituciones escolares que introducen parcial o aisladamente algunas ideas que contiene la normativa.
En el primer caso, el tipo aplicacionista y normativizante (es decir, lineal, literal e imperativo para operar con el texto AEC) es una de las modalidades que adopta la práctica de intervención escolar ante el conflicto o la violencia. En efecto, el AEC se forja con valor de texto-mandamiento en tanto agrupa o reúne un conjunto de normas prohibitivas que demarcan los límites de las conductas permitidas dentro de la escena escolar e, igualmente, reglamenta las sanciones ante su transgresión. En otros términos, la letra escrita opera más como surco petrificado que como señal orientativa. Un ejemplo palmario de ello son las aplicaciones de sanciones al pie de la letra, tal como está escrito, en reuniones de CEC frente a transgresiones a las normas de alumnos; de allí que el AEC sirva como plexo normativo que tipifica conductas prohibidas y describa sus correspondientes sanciones. Del mismo modo, es característico que muchas escuelas secundarias lean y/o repartan los AEC a padres y alumnos/as, en el inicio del período lectivo, como una forma de establecer la norma como instrumento disciplinario para forjar el espíritu colectivo.
El segundo caso, el uso formalista del texto AEC, representa una tendencia marcada, fundamentalmente en los inicios de esta política, en el campo escolar. Hay escuelas que operan ante el conflicto sin los recursos, las pautas y procedimientos que prevé el AEC en su formulación y, por el contrario, apelan al sistema disciplinario como método: dispositivo de sanciones, expulsiones veladas, estructura de poder arbitraria y vertical (de la autoridad directiva), inexistencia de abordajes preventivos, ausencia de órganos participativos en la toma de decisiones. En muchas ocasiones, las instituciones que asumen esta perspectiva, el AEC cobra un valor burocrático dado que fundamenta el cumplimiento administrativo de la escuela ante el sistema: «tenemos el AEC». Son instituciones a las que se le puede, perfectamente, adscribir la frase coloquial «lo tienen guardado en el armario». Las visitas o requerimientos ministeriales (supervisores, autoridades, técnicos) ante cualquier hecho tienen como defensa el encuadramiento de esta legalidad oficializada. Del mismo modo, es frecuente y patente el uso formal del AEC en la composición de las comisiones escolares de convivencia: docentes que figuran e ignoran ser miembros, alumnos/as egresadas/os que continúan en la misma, etc.
Por último, existen instituciones que incorporan, en estos años, parcialmente, ciertas ideas vinculadas a la nueva normativa: estrategias de mediación entre alumnos, instauración de un consejo de convivencia representativo, inclusivo y creativo, procesos de acompañamiento institucional a la familia en el cambio de escuela, construcción colectiva y participativa de los acuerdos, etc. Sin embargo, a nuestro parecer, no constituyen un grupo significativo en términos cuantitativos y cualitativos; son una excepción a la tendencia punitivista que es dominante en las escuelas.
El otro eje analítico a tener en cuenta para poder inteligir ciertas condiciones del proceso tiene que ver con el acompañamiento político-relacional. ¿Por qué hablar de acompañamiento? ¿Qué tipo de acompañamiento? ¿De quién y entre quienes? Sin duda, son preguntas que abren, a nuestro entender, un campo de reflexividad para pensar cómo se construyen las políticas públicas dentro del espacio educativo. Tal como lo señala Cornú (2017), el acto de acompañar funda una relación. Ahora bien, el lazo que se establece puede adoptar diversas fisonomías o formas de acuerdo al modelo de gestión política que se asume. En nuestra historia educativa, reciente y local, abundan los ejemplos de la implementación de nuevas líneas orientativas o pautas de trabajo desde un enfoque vertical (up-down), que tensionan los tiempos y prácticas de la realidad escolar concreta más allá del ropaje democrático con el que las gestiones ministeriales se autoproclamen. Leyes, resoluciones o disposiciones operan, muchas veces, desde su elaboración misma, como molde fijo y unívoco, de sentido construido up, a ser ejecutado down.
Al respecto, Cornú (2017) desliza, en contramano con este sentido unidireccional, una idea de acompañamiento en tanto acto de estar-caminar junto al otro en una interacción dialogada; ello recrea circuitos de producción de sentidos, de contextualización de lo local y de revinculación con lo general. Ahora bien, en este caso y a nuestro entender, ¿cómo se oficia la relación entre las instituciones secundarias de la provincia y las instancias ministeriales de gestión? La respuesta, a simple vista, es de corte verticalista y directivo; no obstante, lo singular en este sentido es la distancia o escasa proximidad en el vínculo, para la orientación, que se construye en estos años.
En este sentido ―por dar un ejemplo central de este aspecto―, existe una desatención para abordar el espacio conversacional de la CEC como un espacio para la comprensión y la resolución de conflictos. Esta idea apunta a lo que está prescripto normativamente en la función de la CEC, esto es, «garantizar un espacio de diálogo, intercambio, reflexión y participación que involucre a los actores de la comunidad educativa a través de sus representantes» (Resolución N°1223/5, p5). Ahora bien, ¿este espacio, signado por su carácter intersubjetivo, que particularidad posee? ¿Es un contexto, el contexto de la comisión de convivencia, donde la palabra y las conversaciones tienen que circular y fluir dentro de otra dinámica comunicativa? Ciertamente, diferentes autores destacan que, para instituir una perspectiva y dinámica resolutiva ante el conflicto escolar, es necesario recrear un espacio de escucha activa (Girard y Koch; 1998), que se oriente a la comprensión más que a la punición (Barreiro, 2010) y que se configure desde una lógica reparadora que reensamble un circuito subjetivante y educativo entre acto, norma y sujeto (Lerner y Brawer, 2014).
Así, para que esa modalidad de diálogo sobre los conflictos se materialice en la escuela secundaria es fundamental la formación, en el espíritu y la metodología, de sus integrantes para leer, conversar e intervenir frente a la violencia en las escuelas, que supere la mirada disciplinaria y punitivista6 que impera en el sistema educativo provincial. ¿Es posible construir ese espacio conversacional sin un proceso de orientación y acompañamiento? ¿Resulta suficiente el marco normativo para direccionar en ese sentido? ¿O el conjunto de guías de intervención? Visiblemente no. No obstante, la realidad demuestra que, en estos años, ni los equipos ministeriales ni los programas específicos de convivencia escolar han focalizado sus prioridades en este asunto; razón por la cual, opera, a nuestro juicio, una distancia de corte relacional entre la gestión ministerial y las instituciones secundarias que hace obstáculo en avanzar hacia este cambio de paradigma. En otras palabras, la escuela, y sus actores, quedan sin un andamiaje de colaboración (humana, reflexiva y operativa) para transitar el inicio de este horizonte de transformación que posibilite un proceso autogestivo a nivel institucional.
¿Qué trajo consigo esta lejanía orientativa desde la gestión? Claramente, esa lejanía, y su contraparte, la soledad en la que queda inmersa la institución secundaria, hace que el espacio de la comisión, un espacio por excelencia para escuchar, hablar y resolver conflictos, sea fagocitado por la lógica punitiva y disciplinaria que domina la escena escolar desde hace muchas décadas. En efecto, las reuniones de comisión se realizan muy frecuentemente a los fines de sancionar alumnos y hablar de ellos desde una perspectiva comunicativa en la que prima un imperativo moral. Aún más, en numerosas ocasiones, ni siquiera los representantes estudiantiles son llamados y llamadas a conformar esos espacios que por ley les corresponde. De tal modo que en vez de avanzar en la comprensión acerca de los actos violentos (su sentido, causas o efectos) y su reparación subjetiva dentro del ámbito institucional, es frecuente observar reuniones de comisión que detallan pormenorizadamente un prontuario de conductas indebidas y malas de un alumno o una alumna. Razón por la cual, a posteriori, se intenta determinar la sanción que opere a modo de ejemplificación moral hacia el conjunto escolar. Así, el sistema disciplinario se recicla adoptando una fisonomía proteica con este formato innovador.
Por otra parte, los representantes de comisión CEC carecen, desde el comienzo de esta política, del reconocimiento simbólico y material por la función ejercida. En este sentido, quienes son elegidos representantes de cada uno de los estamentos (docentes, no docentes, alumnos y alumnas, padres y madres) asumen la responsabilidad de la gestión de la convivencia dentro de la institución: analizar el clima vincular dentro de la escuela, idear estrategias de prevención, conocer sobre las diversas herramientas para el abordaje de la violencia, tomar decisiones sobre conflictos específicos. Todas estas funciones que emanan de la CEC requieren del compromiso, la preparación y la disposición de cada uno de los participantes; sin embargo, todo el costo subjetivo y laboral7 de esta posición no posee contrapartida institucional en términos de valoración simbólica (mediante certificaciones ministeriales o escolares, por ejemplo) o, en el caso de docentes y no docentes, de compensación económica por el tiempo invertido en la tarea. Por el contrario, no ocupa, desde su origen, de visibilidad gubernamental en la agenda política; más aún, la exigencia ministerial es que las escuelas apelen a toda suerte de ingeniería organizativa para resolver la conformación y el funcionamiento de la CEC, lo cual provoca, en este sentido, una multiplicidad de situaciones institucionales: comisiones sin constitución fáctica; integrantes que tienen una estancia fugaz (por dificultades horarias, laborales o de coordinación); miembros elegidos más por factibilidad institucional que por competencia y perfil y comisiones que logran constituirse con altos esfuerzos institucionales (horario asistido por otros docentes o tutores o en contraturnos).
De este modo, se produce un distanciamiento entre las condiciones institucionales objetivas para la recreación de un órgano democrático como la CEC y la visión que se construye desde la gestión ministerial sobre la situación de cumplimiento o no cumplimiento. Obviamente, más que un puente que conecte dos territorios lo que se constata son caminos que se bifurcan sin horizonte de compatibilidad. Ello, en lo práctico, hace que las necesidades y dificultades para instituir la CEC sean desconocidas o subvaloradas desde los equipos ministeriales ―los cuales transitan simultáneamente, como especie anfibia, tanto el territorio escolar como los ámbitos de gestión―, y de esta manera, la posibilidad de operativizar este órgano escolar sea casi nula.
De acuerdo a lo que se analiza en el artículo, es posible afirmar que el cambio en las condiciones institucionales para regular el conflicto y la violencia escolar es endeble en cuanto a las perspectivas que se pretenden instituir. Son, a nuestro entender, tres aspectos de este proceso que dificultan la concreción de este ideario en las prácticas docentes e instituciones: a) la resolución como fin político en sí mismo o estrategia dominante y absoluta de transformación; b) el distanciamiento relacional entre las instituciones y los equipos ministeriales para la orientación, el asesoramiento y acompañamiento de las necesidades específicas de las escuelas; y c) la falta de reconocimiento simbólico y material de las funciones del CEC para poder afrontar una tarea de responsabilidad crítica.
Con todo ello no se quiere desconocer, por un lado, la importancia que reviste la institucionalización de un nuevo formato de trabajo (tal como lo plantean las leyes y resoluciones vigentes) y, por otro, la complejidad que significa desmontar creencias y estructuras sólidas en cuanto a la norma, la autoridad y la sanción. El propósito de estas puntualizaciones o señalamientos es analizar críticamente el modus operandi de la política sobre convivencia escolar que las sucesivas carteras educativas llevan adelante desde hace más de una década sin que, en todo ese tiempo, existan ejercicios autocríticos que, al menos, visibilicen los procesos institucionales en curso. Así, por ejemplo, no existen estudios o investigaciones científicas que posibiliten visualizar, en forma sistémica, la evolución de la política.
Más aún, la posibilidad de afianzar una línea política parte de asumir la evolución del proceso para, de este modo, dar un golpe de timón que reoriente coordenadas de actuación y enfoque. De lo contrario, hay mayor probabilidad que suceda lo que acontece con aquellas embarcaciones que atraviesan por mares encontradas: las olas que chocan entre sí, en direcciones opuestas, son fuerzas que hacen inestable el navío y que, también, extravían el horizonte deseado.
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Notas
Una dificultad que se manifestó tempranamente es que los códigos de convivencia que surgieron en las experiencias iniciales replicaban, sin mayores matices, los formatos normativos precedentes. Los primeros códigos de convivencia resultaron, predominantemente, en listados de obligaciones que debían cumplir los alumnos/as y que debían controlar las autoridades docentes y en eso no modificaban sustantivamente las modalidades anteriores. (p. 47)